2009/06/27

Cómo interpretar la soledad Kafkiana


Una nueva traducción de "La madriguera", de Kafka, realizada por el autor de esta nota y publicada por La Compañía, revitaliza uno de los últimos relatos del escritor checo.
El relato "La madriguera" es el más extenso de Kafka luego de "La metamorfosis". Es también el último de los publicados póstumamente en sus Cuentos completos , y acaso el último que escribió. Fue entre 1923 y 1924. Por ese entonces, ya pensionado a causa de la tuberculosis, Kafka había decidido mudarse a Berlín, una decisión repentina y osada que él comparaba con la campaña de Napoleón a Rusia.

Era la primera vez que el ex empleado de una compañía de seguros se instalaba fuera de Praga, lejos de su familia. También era la primera vez, luego de los frustrados romances con Felice y Milena, que compartía su casa con una mujer, Dora Diamant, a quien había conocido hacía unos meses durante unas vacaciones. Vivían en una habitación en Steglitz, un barrio en las afueras, sustrayéndose en la medida de lo posible al tumultuoso Berlín de los años veinte. Kafka no leía el diario, en parte para ahorrarse su importe, y casi no iba al centro de la ciudad, donde sentía que se ahogaba.

Aislado de esta forma en su madriguera, el convaleciente pasaba sus horas escribiendo. La enfermedad no cedía, al contrario, pero él no quería renunciar a la independencia conquistada. "Si debo sucumbir a los fantasmas, mejor aquí que allá, pero todavía no llegamos a tanto", le escribe a su amigo Max Brod. Pero la aventura duró poco. En marzo de 1924, cuando su salud ya estaba muy debilitada, Kafka tuvo que rendirse y volver a la casa de sus padres. Poco después fue internado en un sanatorio cerca de Viena, donde murió en junio a los 40 años de edad.

Antes de su fallecimiento, Kafka entregó a la imprenta el libro de cuentos Un artista del hambre , que llegó a corregir, aunque no a ver publicado. El último texto de ese libro es "Josefina la cantora o el pueblo de los ratones", cuyo narrador es un animal y en el que se no contempla la presencia de seres humanos, igual que en "Investigaciones de un perro". También "La madriguera" comparte estas características, pero aquí no sólo se repite esa voz narrativa y la ausencia de personas, sino que ni siquiera aparecen otros animales. Un roedor impreciso, como el bicho en el que se ve transformado Gregorio Samsa (como en aquel caso el escarabajo, la crítica propone para éste el tejón o el topo), vive en completa soledad dentro de su guarida, obsesionado con su seguridad y con el ruido de un enemigo presunto. La transformación que de alguna manera había empezado en "La metamorfosis" (1915) llega en este relato póstumo a su último estadio: la soledad y el ostracismo de un hombre, expresados en su repentina conversión en un bicho, se transforman en la soledad y el ostracismo del bicho mismo. Un bicho, por lo demás, reducido a su esencia, al miedo a dejar de serlo, lo que, paradójicamente, acaba humanizándolo.

Como ocurre en casi toda la literatura de Kafka, el cuento no tiene un crescendo notorio. Casi empieza por el final: "He instalado la madriguera y parece estar bien lograda". En vano buscar de ahí en más un desarrollo en el sentido clásico del término. El relato empieza en su pico de tensión y así se mantiene sin sucesos espectaculares, en lo que reside gran parte de su maestría. Con este laberíntico monólogo interior de un animal solitario, Kafka lleva su estrategia narrativa a su máximo grado de expresión. En ese sentido podría decirse que "La madriguera" es el más logrado de los cuentos de Kafka, el más kafkiano.

Sin embargo, el hecho de que la anécdota se encuentre reducida a su mínima expresión no significa que el relato carezca de momentos trascendentes. La particularidad es que hay que buscarlos en movimientos más intelectuales que narrativos. Un quiebre dentro del relato, en sí una descripción perfecta de cómo funciona la paranoia, se presenta cuando el dueño de la madriguera sale y se pone a vigilar la entrada, sintiendo que se mira dormir desde afuera: "Se me hace entonces como si estuviera no delante de mi casa, sino de mí mismo mientras duermo, y tuviera la dicha de poder dormir profundamente y al mismo tiempo vigilarme con todo rigor".

Que el texto empiece con la historia ya terminada le da a "La madriguera" su verdadero carácter ulterior, casi testamentario. Si bien se trata de un texto igual de maniático que muchos de los anteriores, los laberintos de su protagonista parecen tener una salida. La resignación y la impotencia que acostumbran dominar los textos de Kafka se transforman aquí en una suerte de nostalgia optimista, incluso de cara al fin inminente.

Se supone, de todas formas, que en el relato hacía su aparición un segundo animal. Esto ocurría en las últimas páginas, hoy perdidas. Sólo queda de ellas el testimonio de Dora Diamant, tal como lo recogió Max Brod, según el cual no faltaba mucho para que tuviera lugar la "lucha decisiva" en la que "el héroe cae derrotado". Ese enemigo que parece avanzar desde el interior mismo de la madriguera sería, siempre según Diamant y Brod, la tuberculosis que aquejaba a Kafka, quien al parecer se refería a su "torturante tos" como "El Animal".

La situación política de aquella época permite otras interpretaciones. Como soñó Ricardo Piglia en Respiración artificial , no es descabellado pensar que Kafka intuyó el horror que se estaba gestando en una prisión de Baviera, con un libro que se sigue traduciendo aún hoy. Y a la vez, en una lectura radicalmente distinta (y qué caracteriza más a un clásico que la multiplicidad de interpretaciones a las que da lugar), este relato tampoco resulta ajeno a la actualidad, pues a fin de cuentas también habla del deseo de vigilancia absoluta de quienes, obsesionados por la seguridad, viven encerrados en su propios miedos paranoicos y ven el mundo como una confabulación de peligros contra ellos, temerosos propietarios de una madriguera.
OBSERVA EL VÍDEO DE LA METAMORFOSIS http://www.youtube.com/watch?v=wOrhpRtEXH8

Un poco de chisme- El canalla sentimental



No me atrae su literatura, no encuentro en ella algo "sustancioso", pero de seguro que será parte de la historia, a fin de cuentas todos de alguna manera somos parte de la hsitoria. No es célebre escritor, pero "escribe". Ya publica: El canalla sentimental

Famoso por sus provocadoras entrevistas y sus confesiones escandalosas, Jaime Bayly (Lima, 1965), quien fuera el "niño terrible" de la televisión latinoamericana, renueva en El canalla sentimental su confianza en la inagotable pasión por el chisme que todo lector esconde.
En más de cuatrocientas páginas, apenas enmascarado con una "s" agregada a su apellido, Bayly anota en un diario íntimo de breves escenas sin fechar desde los más banales hasta los más comprometedores incidentes de su vida. Los conflictos con Sofía, su ex mujer, a quien no deja de amar a pesar de ya no desearla, y sus peleas con Martín, su actual novio argentino, a quien desea pero con quien no se compromete como se le requiere; la relación cómplice con sus hijas adolescentes; las amonestaciones de su ex suegra; la incomprensión de su bisexualidad de parte de su madre religiosa; el acoso y el cariño de sus fans y las mezquindades del mundo del espectáculo transcurren en un viaje entre Miami, Lima y Buenos Aires, narrado con humor y agilidad.
"Mi manera torpe de querer es escribiéndolo todo, incluso lo que no debería, especialmente lo que no debería", confiesa para justificar el brutal impudor con el que descubre la intimidad de sus allegados. Pero la redención de tales indiscreciones y la fuerza del relato provienen de hacer de sí mismo el primer blanco. Bayly esgrime el propio patetismo como su mejor arma. Así, muestra sus costumbres desaliñadas cuando en las oficinas de un magnate de la música latina debe descalzarse y mostrar los tres pares de medias polares agujereadas con los que se protege del frío, aún en Miami; o reconoce que a pesar de su fama de libertino el sexo le proporciona más molestias que placer. También devela que el mayor descubrimiento sobre sí mismo al que ha llegado es que le produce bienestar aceptarse como una mala persona y "cultivar esas cosas malas de mí, por ejemplo la pereza, el egoísmo, la mezquindad, un cierto desprecio por la vida humana en general y por la mía en particular".

Lejos de la literatura autobiográfica, que reconstruye las razones y los acontecimientos del pasado que le dan sentido y valor a un individuo, el autor de No se lo digas a nadie registra su cotidianeidad a partir de la repetición de sus manías y de la inestabilidad afectiva. Aunque tal exhibición pormenorizada resulta fatigosa, Bayly logra un texto ligero, agradable y en ocasiones adictivo, por su capacidad de narrar con gracia hasta los detalles más triviales.

El arte de escribir en voz baja


Foto:

El viejo Juan Carlos Onetti

La entrevista a Muñoz Molina.


Dicen que cuando Faulkner murió, en su pueblo natal de Oxford, Mississippi, en el sur de Estados Unidos, las vidrieras de los negocios pusieron un cartel que decía: En memoria de William Faulkner este negocio estará cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 de la tarde, 7 de julio de 1962 . "Es decir, ¡quince minutos sin ganar un mísero cent!", escribió Juan Carlos Onetti, para agregar: "El muerto no podría imaginar un homenaje mayor y más sacrificado que éste de los pequeños gold diggers de su país".
Faulkner, admirado por Onetti, ya había anunciado que buscaba ser "el único individuo del mundo que no hubiera dejado huellas de su pasado". Y, como su gran maestro, Onetti desdeñaba cualquier clase de honores.



"Por eso -aclara Antonio Muñoz Molina- hay que tener mucho cuidado sobre cómo se homenajea a Onetti: ¡es la antítesis del homenajeable!" Autor de la introducción a varias de las novelas de Onetti y, más recientemente, del texto que acompaña una compilación de sus cuentos ("Después de 20 años, éstos me siguen intoxicando y sigo siendo ferozmente sensible a sus efectos", dijo), Muñoz Molina no puede hablar de Onetti sin que una sonrisa ilumine su rostro.


-¿Por qué Onetti es poco leído? ¿Se lo considera demasiado difícil?
-Muchos escritores no son para las masas, pero eso depende de la casualidad. En un mundo tan global como éste, las cosas se difunden como en un contagio vírico que no tiene nada que ver con la calidad. Y hay libros que no son fáciles que de pronto tienen una difusión enorme. El tema, la dificultad respecto de Onetti, es que tiene que ser leído con mucho cuidado. Es una obra muy orgánica, cualquier elemento tiene una conexión con todos los elementos en ella. Si lees La casa verde o Cien años de soledad o Pedro Páramo, no necesitas nada fuera de esos libros para entenderlos plenamente. Ahora, si vas a El astillero y no sabes que forma parte de una especie de constelación en la cual está Juntacadáveres, en la que hay referencias que aparecen en La vida breve, o Dejemos hablar al viento, y en los cuentos, no estoy seguro de que los puedas disfrutar plenamente. Onetti te exige una lectura muy intensa, con los cinco sentidos.


-¿Por ejemplo?
-En La vida breve, casi al final, llegan unas personas al reservado de un restaurante y están hablando. Claro, tú estás con ellos porque son los protagonistas, pero de pronto oyen en la habitación de al lado a otras personas. Eso es como en la vida real, aquí estamos hablando pero oímos a este señor que está a la izquierda tomando un café, pero este señor no es parte de nuestra vida, tiene su vida, y lo que él dice no lo comprendemos por falta de contexto. En el libro, eso que se escucha en la otra habitación tiene que ver con el prostíbulo que va a salir en Juntacadáveres muchos años después. Pero sólo después de haber leído Juntacadáveres estás en condiciones de reconocer y entender al personaje que habla en la habitación de al lado. Toda la obra de Onetti forma parte de un mundo que él fue creando y que parecería haber tenido en la cabeza desde el principio, un poco como Balzac, como Faulkner.


-¿Tiene algún libro favorito?
-Por su organicidad, es muy difícil elegir una sola obra. Sólo puedo decir que, a mi juicio, los libros más completos son El astillero y Los adioses. Pero los cuentos son fundamentales...
-Hay quienes opinan que El astillero es una metáfora del decadentismo uruguayo. Otros, que refiere a un decadentismo más de corte argentino.
-Puedo equivocarme, pero creo que para un lector de ahora mismo, El astillero es una fábula tan extraterritorial como El castillo, de Kafka. Eso le da su fuerza tremenda.



-¿Qué pasó con el libro sobre Onetti que usted estaba escribiendo?
-Se me metieron varias novelas entre medio. Ahora estoy bastante optimista, así que espero tener el libro listo para fin de año. Tomo muchas notas a mano; gran parte del libro ya está, pero manuscrito en un cuaderno. Se trata de un ensayo literario confesional, una tentativa de lectura de la obra de Onetti en conexión con su vida y época. También es una reflexión sobre la creación literaria y sobre cómo mi propia creación literaria ha sido influida por él y por la literatura de América latina. No sé, es una especie de libro muy raro...


-¿Leyó el que hizo Vargas Llosa?
-No todavía. Estuve con Vargas Llosa hace dos años, en Bard College al norte del Estado de Nueva York y hablamos mucho de Onetti. Incluso estábamos con unos norteamericanos e hicimos mucho proselitismo. A veces pienso que la idea de hacer el libro le salió de aquellas conversaciones, porque estábamos los dos muy entusiasmados, pero él me tomó ventaja. ¿Vargas sale mucho en el libro? En el libro mío no salgo, salvo como lector. Somos escritores demasiado distintos...


-¿Se puede hacer algo para que Onetti se lea más?
-El año pasado estuve en Cartagena de Indias en una celebración, más bien una megaglorificación, de García Márquez, con mucha palabrería oficial. Los colombianos son muy narcisistas con el idioma español, con lo bien que hablan español, y se estaba haciendo mucha demagogia sobre la necesidad de defender al español del inglés. Cuando me tocó hablar, dije que el enemigo del español no era el inglés sino la pobreza. Esto es lo mismo.


¿Qué hay que hacer para que la gente lea más a Onetti? Hay que tener buenas escuelas públicas y buenas bibliotecas, y así habrá más gente que lea a Onetti. A Onetti, y a Tolstoi, y a Faulkner. No hay un problema específico para leer a Onetti como no lo hay para leer a William Carlos Williams, hay un problema general de pobreza que llega a la educación.


-¿Cómo conoció a Onetti?
-Yo todavía vivía en Granada en 1990 y había venido a Madrid a participar de una mesa redonda sobre Bioy Casares, por quien tenía mucha admiración y quien estaba presente. Al terminar se me acercó una señora y me dijo: "Soy Dolly Onetti, y a mi marido le gustaría conocerte". Al día siguiente yo volvía a Granada en avión y pasé a visitarlos por la casa que ellos tenían camino al aeropuerto. Él estaba bastante enfermo, y después de eso nos escribimos y hablamos por teléfono, pero a mí me daba tanto miedo importunarlo que, mezclado eso con mi timidez, no volví a visitarlo más. Fue una cosa que mantengo muy privada, pero muy emocionante para mí. Onetti me marcó desde siempre. Incluso cuando de joven estaba en el ejército, en esa vida horrorosa, entre mis pocos consuelos estaba el aprenderme los poemas de Borges de memoria para recitar mientras desfilábamos y el haber encontrado, en el primer domingo que me dejaron salir del cuartel en Vitoria, en el escaparate de una librería, Dejemos hablar al viento.


-He leído que Onetti y usted se admiraban profundamente.
-Jamás lo diría así, me parece obsceno...
-Lo dijo Dolly Onetti. En Madrid declaró: "Muñoz Molina adora a Juan. Una vez le pregunté si le gustaría tener el Nobel y me contestó: "Ya lo tuve". "¿Cómo que ya lo tuviste?", le pregunté. Me contestó que su Nobel era la crítica que Juan escribió para El País de Madrid sobre su libro El jinete polaco. El artículo lo tiene encuadrado y colgado en la pared de su lugar de trabajo, en su casa. Ellos son tan faulknerianos que se admiraban mutuamente".


-Si lo decía ella, está permitido. Lo más importante para mí es todo lo que pude aprender del trabajo de Onetti, pero es verdad que fue un orgullo que a él le gustara lo que yo hacía. Recuerdo al principio de mi carrera, la emoción cuando un poeta, Félix Grande, me llamó para decirme que había estado en la casa de Onetti y había visto un libro mío en su mesa de noche. Y efectivamente tengo una reseña que escribió Onetti sobre un libro mío enmarcada y colgada en mi cuarto. No sólo era una reseña, era una defensa, una respuesta a otra reseña que había salido en El País, ¡el diario mismo donde yo escribo!, que no sólo era muy mala sino humillante. Él escribió su respuesta inmediatamente tras leerla.


-Mencionó el Nobel. ¿Cree que Onetti lo debería haber ganado?
-Me parece una vulgaridad lo de los premios, son una cosa que puede estar bien o no; no creo que Onetti sea menos por no haber recibido el Nobel.
-¿Cómo cree que Montevideo y Buenos Aires marcaron a Onetti?
-Tengo una afinidad muy fuerte por lo rioplatense, y no sólo por la literatura, es algo más emocional. Fui dos veces a Montevideo, y tengo allí buenos amigos, pero creo que es importante la dialéctica entre Buenos Aires y Montevideo, ese ir y volver, para comprender la obra de Onetti. Las diferencias eran grandes entre una sociedad tanto más laica como es la uruguaya y otra tanto más clasista y con impronta mucho mayor de la Iglesia como es la argentina. Hoy nadie habla de clases sociales, pero Onetti tiene una impronta de clase muy fuerte. Por ejemplo, cuando él estaba en Buenos Aires, consiguió salir publicado, creo que en el diario Crítica. Pero Onetti era muy pobre y los escritores porteños, girando en torno a Victoria Ocampo, no eran pobres, salvo Roberto Arlt, y no escribían sobre la ciudad que tenían a su alrededor. Entonces yo creo que cuando Onetti se forma como escritor, curiosamente, no tiene influencia de los escritores de allí, solamente tiene influencia de Arlt y del tango, porque considera que allí estaba el habla verdadera. Montevideo luego imprimió en él esa especie de talante pudoroso que tienen los uruguayos en contraposición al talante porteño. Y luego, claro, esa ciudad está como Santa María, donde se sabe mucho sobre las cosas que ocurren, pero se está muy lejos de donde ocurren. Creo que eso se nota mucho en Montevideo. La gente de Montevideo es mucho más cosmopolita que la de Nueva York, pero a la vez los inunda una especie de melancolía de saberse lejos del centro del universo. En Santa María saben que están en la periferia. Eso pasa en muchos sitios: la alternativa es creer que se está en el centro, pero en general, entonces, se está equivocado.


-¿Qué paralelismos encuentra entre Faulkner y Onetti?
-Hay una semejanza obvia, la de la invención de Yoknapatawpha inspirando la de Santa María, con una diferencia importante. En Faulkner ese mundo existe desde siempre, como una extensión del mundo real. Mientras que en Onetti es creado por un personaje, Juan María Brausen, en una novela concreta, La vida breve. Eso implica dos mitos de los orígenes muy distintos entre sí: el de Faulkner es terrenal; el de Onetti, plenamente literario. La otra semejanza obvia es que la trama de cada historia del ciclo de Santa María es parte de una gran novela general. Se subrayan menos otras cosas: en Onetti, como en Faulkner, raramente hay historias contadas en una tercera persona objetiva: toda historia es el relato de alguien, y por lo tanto el narrador está siempre o casi siempre dentro de lo narrado. Y el amor por los débiles y por los dejados de lado. También Faulkner y Onetti son dos escritores ajenos a la mundanidad literaria, apartados del centro geográfico o social en el que suceden las cosas. Faulkner, más aislado aún: escribir en Mississippi no es como hacerlo en Buenos Aires o en Montevideo, sino como en el fondo de la pampa. No nos dejemos engañar por el brillo de los nombres literarios.

Cartas íntimas de cinco amigos escritores

Manuscrito original del cuento "La noche".
Conforme a las memorias de diversos testigos, en la década del 20 un curioso quinteto literario solía animar en horas del atardecer las tertulias de la Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, deambulando luego hacia el Aue´s Keller y otros bares de la bohemia porteña. Eran Horacio Quiroga, el autor ya reconocido de los Cuentos de la selva y de Anaconda ; el joven Ezequiel Martínez Estrada, que recién se daba a conocer como poeta con Oro y piedra y Nefelibal ; Luis Franco, que acababa de llegar de su Catamarca natal con los versos de La flauta de caña ; y Samuel Glusberg, narrador novel que comenzaba a firmar sus cuentos con el seudónimo de Enrique Espinoza y editor de todos los demás en el sello Babel. Los cuatro "hermanos", como gustaban llamarse entre sí, habían constituido en torno a la figura tutelar de don Leopoldo Lugones, el director de la biblioteca, una singular cofradía de la que se ocupa este libro.


Patriarca indiscutido de las letras argentinas de entonces, Lugones ocupó ese modesto puesto burocrático durante más de veinte años, desde 1915 hasta su muerte en 1938. La Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, luego rebautizada Biblioteca Nacional de Maestros, estaba localizada en el Palacio Pizzurno (edificio que hoy aloja además al Ministerio de Educación) de la calle Rodríguez Peña, entre Paraguay y Marcelo T. de Alvear. En la década de 1920 Lugones había llevado a trabajar consigo a los "hermanos menores", Glusberg y Franco, y también recibía allí las visitas de los "hermanos mayores", Quiroga y Martínez Estrada. Este último dejó un retrato conmovedor de la austeridad con que encontraba trabajando a su maestro:


En su despachito, sin habitaciones particulares ni mucamos, sin automóvil, sin colaboradores familiares, sin edictos, transcurrió parte de su luminosa vida. Iban por la tarde, a visitarlo y a recoger la dádiva fecunda de su palabra, algunos amigos. A veces se interrumpía la plática por el vibrar del timbre con que se lo llamaba desde los sitiales de las autoridades superiores. Lugones salía para recibir órdenes e instrucciones de sus jefes. Una vez, en los malos tiempos de siempre, lo encontré frotándose las manos ante la estufa, con la cabeza casi totalmente encanecida, su traje pulcramente aseado y raído de las tareas sedentarias. Frío, vejez y pobreza. Sentí en mí la pena y la vergüenza de doce millones de seres humanos juntos, y sentí ganas de tirarme al suelo y ponerme a gritar.


Al cabo de la jornada laboral, la fraternidad frecuentaba los bares y cafés del centro porteño, sobre todo el mítico Aue´s Keller de Bartolomé Mitre entre Florida y Maipú. Se trataba de la misma cervecería alemana que dos décadas atrás había sido el escenario que Rubén Darío y los jóvenes modernistas (entre ellos, el propio Lugones) habían escogido para celebrar sus cenas una vez que cerraban las puertas del Ateneo. Fue demolida en 1924 por las excavadoras que abrieron camino a la Diagonal Norte, de modo que los amigos pasaron a reunirse en otros cafés de la bohemia. El primero, y el más próximo al Aue´s Keller, fue el Café Sibarita, que se hallaba apenas doblando la esquina por Maipú en dirección a Rivadavia. También fueron testigos de las tertulias el Café La Cosechera, de Avenida de Mayo 625, casi esquina Perú, al lado del desaparecido Club del Progreso y en la misma cuadra de la Librería Anaconda; en la cuadra siguiente, el Café Gambrinus de Avenida de Mayo 789; y dos cuadras más arriba, el Café Paulista de Avenida de Mayo y Carlos Pellegrini.


Según su testimonio, todos los sábados Lugones tomaba su aperitivo después de corregir pruebas de imprenta en LA NACION, "como el jornalero que toma su copa después del trabajo":
Siempre se apresuraba a pagar el consumo; no por protección al que todavía era más pobre que él -Quiroga y pinoza, sino como si le correspondiera, por ser el mayor, el que tenía más obligaciones sociales y tribales. Una tarde invitó con caviar, que ninguno de los tres había probado, y que juzgábamos un manjar imperial abolido en todo el mundo desde la caída de los Romanoff. Quiroga hablaba no recuerdo de qué ese día, y al usar la palabra "vacia", del verbo, le preguntó si se pronunciaba como bisílaba o trisílaba. Inmediatamente Lugones respondió: "Vácia, por la misma razón que lícua, adécua y evácua". Casi siempre daba las reglas y citaba autoridades en cuestiones de gramática, que le complacía tratar. Se conocía bien su Nebrija, habría dicho Sarmiento.


Y añade luego, sobre las dotes de conversador de Lugones: "Volaban las horas en su compañía, pues era locuaz, cordial y buen conversador. [...] Estando con él un par de horas se recobraban fuerzas para un par de años".


Así como la década de 1920 fue la que vio nacer esta comunidad espiritual que se celebraba en las tertulias de la biblioteca y en las peñas de los bares porteños, la década de 1930 fue testigo de la diáspora: en 1931 Quiroga retornaba definitivamente a la selva misionera de San Ignacio; dos años después, Franco abandonaba Buenos Aires para instalarse durante más de dos décadas en su Belén natal; también a partir de 1933, Martínez Estrada se replegaba de la vida pública por largas temporadas y durante varios años en una chacra que había adquirido en la localidad bonaerense de Goyena; y finalmente, en 1935 Glusberg terminaba por exiliarse en Santiago de Chile. Desde entonces, sólo Lugones permaneció en la ciudad porteña, siempre al frente de la biblioteca.
Paradójicamente, gracias a la diáspora de los años treinta, nos han quedado estos testimonios, que hoy nos permiten entrever el funcionamiento de una comunidad de pensamiento tan singular.
Del conjunto de cartas que el "padre" y los "hermanos" intercambiaron a lo largo de los años, he logrado reunir en este libro 179 piezas, hasta hoy dispersas y en su mayor parte inéditas. De los años anteriores a la década de 1930 sólo han quedado algunas pocas: recuperamos una carta que Quiroga dirige a Lugones en 1912 desde San Ignacio y un puñado de cartas que Lugones le envía a Glusberg rumbo a Europa y camino a Lima en 1924. Pero la correspondencia se vuelve nutrida e intensa en la década de 1930, cuando la hermandad se dispersa y todos están emplazados en distintas ciudades. Incluso después del suicidio de los mayores -Quiroga en febrero de 1937, Lugones en febrero de 1938-, la confraternidad de los hermanos menores se prolongará a través de la correspondencia durante décadas. [...]
Afinidades electivas
Por donde se la mire, desde el nacionalista Lugones hasta el judío Glusberg, la diversidad de los miembros de la hermandad es enorme. A las evidentes diferencias en cuanto a pertenencia generacional, se añaden posiciones disímiles en la trama del campo literario, desavenencias políticas y discordancias temperamentales. El contraste entre los dos mayores es elocuente. Lugones ocupa ya en los años veinte el sitial de honor de la República de las Letras; amigo del poder, su robusta talla de militar contrasta notablemente con la delgadez y el despojo de Quiroga, ese Robinson misionero que comenzaba en esos años su consagración como cuentista. Militarismo y nacionalismo de un lado, individualismo y anarquismo romántico del otro; vida urbana y sociabilidad de una parte; vida agreste y temperamento áspero de otra, parecían responder a mundos incomunicables.
A su vez, ambos están separados por la distancia de una generación respecto de los "hijos" o los "hermanos menores". A principios de la década de 1920, Martínez Estrada y Franco eran dos poetas veinteañeros apenas conocidos y Glusberg, un modesto editor de origen inmigrante que acababa de publicar los cuentos judíos de La levita gris . Todo un abismo -generacional, posicional, político- parece separar al consagrado poeta nacional y a los escritores noveles: el primero, hace mucho tiempo de vuelta de sus rebeldías juveniles y los segundos, inflamados de espíritu libertario. Sin embargo, profundas afinidades electivas incitaron a Lugones a apadrinar a los tres jóvenes. No sólo llevará a trabajar consigo a la Biblioteca del Consejo a Franco y a Glusberg, sino que, como lo había hecho antes con Quiroga, hará uso de su poder consagratorio saludando desde las páginas del diario LA NACION los primeros libros de Martínez Estrada y de Franco. Con el respaldo de Lugones, que lo convierte en su editor y confidente, Glusberg será el editor por excelencia de las dos generaciones modernistas con su sello Babel, y sobre todo, conforme a cierta división "familiar" del trabajo, el difusor privilegiado de toda la hermandad que tuvo a Lugones por padre.


i bien la crítica ha señalado más de una vez los vínculos parciales entre el "padre" y algunos de los "hermanos", lo ha hecho en forma parcial y no ha prestado atención a esta singular formación intelectual que, no sin tensiones internas, se constituyó bajo la forma de una curiosa fraternidad literaria a partir de lo que podríamos considerar sus "afinidades electivas". Este término, cuyo itinerario va de la alquimia a la sociología de la cultura, pasando por la literatura alemana de inicios del siglo XIX, remite a un movimiento de convergencia, de confluencia activa, de combinación entre elementos heterogéneos que alcanza cierto grado de fusión o unidad, como aquella "comunidad de almas" de la novela de Goethe.


¿Cuáles fueron entonces las afinidades electivas que acercaron a hombres tan dispares entre sí? La primera de ellas, la más evidente, es que comparten una estética y una sensibilidad modernistas. El "sistema modernista" fue organizado por el propio Darío cuando estableció a sus "precursores" -Silva, Casal, Gutiérrez Nájera-, escogió a su "maestro" -Martí- y ungió a sus "continuadores": Nervo, Herrera y Reissig, Lugones. Éste, por su parte, con el padrinazgo de Darío, creó su propio linaje nacional -Sarmiento, Hernández-, al mismo tiempo que ungió a sus propios continuadores, comenzando por Quiroga.


Cuando Martínez Estrada escribió que la literatura había perdido, en el lapso del año que va de febrero de 1937 a febrero de 1938, "al más grande cuentista y al más grande poeta de toda el habla castellana", en cierto modo ponía a Quiroga y a Lugones en espejo con los que constituían a su juicio las dos mayores figuras de la literatura argentina del siglo XIX: "Hernández en la poesía, y Sarmiento en la prosa". En fuerte sintonía estética con Glusberg y con Franco, Martínez Estrada va a completar con sus ensayos el canon literario que Lugones había comenzado a diseñar, canon al que no tardan en añadir a Hudson. "Tanto como Martín Fierro y tal vez más que el Facundo , la obra argentina de Hudson es una especie de río Paraná de nuestra literatura criolla y de toda la hispanoamericana", le escribe Franco a Glusberg (carta XLIV).
Los tres "hermanos menores" escribieron ensayos, e incluso libros enteros, sobre Sarmiento y Hernández, sobre Hudson y Martí. Además, cada uno de los miembros de la hermandad fue un fiel lector de los demás. [...] Casi todos ellos escribieron abundantemente sobre la obra de los otros. Un ataque recibido por uno de los miembros movilizaba en su defensa a toda la fratría, como lo muestra el cálido respaldo que recibió Martínez Estrada en 1932 ante la embestida de Manuel Gálvez [...].


Esta fraternidad modernista, en franco contraste, precisamente, con la fracción hispanista y católica de los escritores liderados por Gálvez, acentuará ciertos rasgos propios del movimiento literario continental, como la voluntad de vinculación de la literatura local con la universal, así como de afirmación americanista y de distanciamiento de la tradición española. Los fratres estarán unidos por una sensibilidad hispanófoba, laicista, anticlerical e incluso anticristiana, particularmente encendida en Lugones y en Franco.


La comunidad comparte un mismo universo de lecturas y es así como, junto a las cartas, se pone en circulación, entre préstamos y obsequios, una verdadera biblioteca. En un comienzo, es el "padre" Lugones el que da a conocer las novedades modernistas y el que construye el linaje hacia el pasado. Pero el rol del propiciador será ocupado enseguida por el siempre inquieto Glusberg, que es el que en los años treinta sugiere las lecturas, el que obsequia a los hermanos con ciertos libros que van a tener especial gravitación en sus vidas. Es el que le envía La historia de San Michelle a Quiroga, la Desobediencia civil de Thoreau a Martínez Estrada, El Capital y El manifiesto comunista a Luis Franco. Es Glusberg quien descubre a Waldo Frank y logra su primera visita a la Argentina y quien -a instancias de Lugones- lee a Mariátegui y promueve su radicación en la capital porteña. Es, en fin, el que logra persuadir a un Martínez Estrada todavía desdeñoso de la gauchesca, de la relevancia literaria del Martín Fierro ...


Es, sin duda, una formación modernista tardía, cuya cristalización coincide, en la década de 1920, con la emergencia del movimiento vanguardista que viene a disputarle la hegemonía dentro del campo literario. Pero acaso una de las mayores ventajas de prestar atención a esta formación tardía es advertir que el proceso de modernización que acompaña la emergencia del modernismo desde fines del siglo XIX ha alcanzado en la segunda década del siglo XX signos más acusados. Ángel Rama ha puesto de relieve la intrínseca vinculación entre el movimiento modernista, con su énfasis en la autonomía del escritor y del hecho literario, y los procesos de modernización que tenían lugar entonces en las principales urbes latinoamericanas: la autonomía de la literatura respecto del rol asignado durante la configuración de los Estados modernos; una especialización literaria que prefiguraba la profesionalización del escritor; la formación de un público urbano culto y, por lo tanto, de un mercado para la literatura argentina; la adopción de modelos extranjeros al mismo tiempo que el distanciamiento cultural respecto de España; la democratización de las formas artísticas; la comunicación entre los escritores a través de la correspondencia y los viajes. Son todos factores que permiten configurar un sistema literario latinoamericano. Como veremos enseguida, estas Cartas de una hermandad , por medio de las cuales los escritores reflexionan sobre sus deseos de su profesionalización, diseñan sus políticas culturales y tejen sus redes intelectuales nacionales y continentales, son testimonios particularmente reveladores de estos procesos.


Pero hay otra afinidad, si se quiere más profunda, que une a la hermandad: un anticapitalismo romántico, un espíritu libertario, una sensibilidad antiburguesa. Todos y cada uno podrían haber suscripto el sentimiento que describe Nalé Roxlo en su borrador de memorias: "Baudelaire nos había enseñado el desprecio literario al burgués, al filisteo?". Esta sensibilidad puede adoptar las más diversas expresiones políticas: desde el anarco-individualismo naturalista de Quiroga hasta el anarco-trotskismo de Luis Franco, pasando por el anarco-liberalismo de Martínez Estrada o el trotskismo libertario de Glusberg. Sensibilidad que tampoco es ajena a Lugones, pues un mismo aliento antiburgués inflama tanto el socialismo anarquizante de su juventud como el aristocratismo nacionalista de su madurez.


Cada uno de ellos dejó en sus escritos, y sobre todo en su correspondencia, algunas pistas de la relativa conciencia que tuvieron de los "parentescos" contraídos, así como de las afinidades que los llevaron a constituir esta extraña "familia". Martínez Estrada da como al pasar una clave preciosa en ese sentido. En un testimonio de su relación con Lugones, rememoraba los encuentros en el Café La Helvética en estos términos:


Traté a los hermanos, pero no como de la familia; en cambio yo estaba -y estoy- convencido de que Horacio Quiroga era su hermano y Enrique Espinoza su hijo. Y en ese carácter creo que nos queríamos.
El autor de Radiografía de la pampa parece colocarse aquí por fuera de la "familia". Sin embargo, páginas después, confiesa que ante el Lugones cotidiano, íntimo, el de las conversaciones estimulantes en la biblioteca y el café -no el Lugones de los cenáculos y círculos oficiales-, a ése sí "lo sentía yo mi hermano mayor".
No es el único testimonio que revela los sentimientos de fraternidad espiritual entre estos hombres. Quiroga y Martínez Estrada se dieron trato de hermanos en su correspondencia: el primero llama al segundo "hermano menor" y éste a su vez le consagró un libro que tituló expresamente El hermano Quiroga . En la correspondencia dirigida por Martínez Estrada y por Luis Franco a Samuel Glusberg aparece reiteradamente un mismo tratamiento: el primero se dirige a "Mi querido hermano Glusberg" y el segundo lo saluda con su "abrazo fraternal".
Glusberg, por su parte, escribió un relato de título elocuente: "Don Horacio Quiroga, mi padre". En un registro humorístico, contaba que muchos amigos creían que ese hombre de perfil semítico enfundado en su barba negra con quien lo veían pasear era su padre. Emir Rodríguez Monegal observó que, más allá de la anécdota, en "la realidad profunda de una elección simbólica, Quiroga era realmente el padre".


Otros testimonios de aquellos años nos permiten inferir que esta imagen del Quiroga-padre y el Glusberg-hijo era compartida por sus contemporáneos. Conrado Nalé Roxlo, contertulio de Lugones, Quiroga, Glusberg y Franco en el Aue´s Keller, recordaba con humor nostálgico en su Borrador de memorias la peña que allí se reunía en torno al periodista y poeta español Luis Pardo, que firmó durante treinta años unas "Sinfonías" en verso en Caras y Caretas . Pardo era un poeta repentista que gustaba sorprender a sus contertulios con versos que improvisaba sin sacar los ojos de su chop de cerveza. El propio Glusberg recuerda que en una ocasión, cuando a falta de cerveza le ofreció un té, Pardo le espetó:
Uno que a Glusberg maldijo de esta manera le dijo: Me haces tomar esta droga. ¡Se conoce que eres hijo de Horacio Kipling Quiroga!
Y cuando Glusberg editó por su sello Babel Los desterrados de Quiroga, Pardo volvió sobre el estrecho vínculo que unía al autor y al editor:
Al mismo Dios del Sinaí su honesta barba hace honor. Tiene un rarísimo coatí, tiene un simbólico editor. ¿Es estilista? Quizás sí. ¿Tiene mal genio? Es un error. Él sólo piensa en su coatí, en su coatí y en su editor.


Acaso el más excéntrico a toda la "familia" fue Luis Franco, aunque tampoco fue ajeno a la peña del Aue´s Keller. Fue el más politizado de los "hermanos" y el que más distancia puso respecto de la ideología nacionalista del "padre", pero asimismo fue hasta el final de su vida el "hijo" literario de Lugones. Hermanado con Glusberg por afinidades literarias y políticas, fue también "hermano" de Quiroga y de Martínez Estrada en su desdén por la vida mundana y su culto de la vida agreste, las faenas rurales y el trabajo manual. Tras los suicidios sucesivos de Quiroga y de Lugones, la correspondencia prosiguió entre los "hermanos menores". Martínez Estrada y Luis Franco van a distanciarse pero también a reencontrarse repetidas veces, ahora a través del "hermano común", Samuel Glusberg, de modo tal que la fraternidad persiste.

Cartas íntimas de cinco amigos escritores

Conforme a las memorias de diversos testigos, en la década del 20 un curioso quinteto literario solía animar en horas del atardecer las tertulias de la Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, deambulando luego hacia el Aue´s Keller y otros bares de la bohemia porteña. Eran Horacio Quiroga, el autor ya reconocido de los Cuentos de la selva y de Anaconda ; el joven Ezequiel Martínez Estrada, que recién se daba a conocer como poeta con Oro y piedra y Nefelibal ; Luis Franco, que acababa de llegar de su Catamarca natal con los versos de La flauta de caña ; y Samuel Glusberg, narrador novel que comenzaba a firmar sus cuentos con el seudónimo de Enrique Espinoza y editor de todos los demás en el sello Babel. Los cuatro "hermanos", como gustaban llamarse entre sí, habían constituido en torno a la figura tutelar de don Leopoldo Lugones, el director de la biblioteca, una singular cofradía de la que se ocupa este libro.


Patriarca indiscutido de las letras argentinas de entonces, Lugones ocupó ese modesto puesto burocrático durante más de veinte años, desde 1915 hasta su muerte en 1938. La Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, luego rebautizada Biblioteca Nacional de Maestros, estaba localizada en el Palacio Pizzurno (edificio que hoy aloja además al Ministerio de Educación) de la calle Rodríguez Peña, entre Paraguay y Marcelo T. de Alvear. En la década de 1920 Lugones había llevado a trabajar consigo a los "hermanos menores", Glusberg y Franco, y también recibía allí las visitas de los "hermanos mayores", Quiroga y Martínez Estrada. Este último dejó un retrato conmovedor de la austeridad con que encontraba trabajando a su maestro:


En su despachito, sin habitaciones particulares ni mucamos, sin automóvil, sin colaboradores familiares, sin edictos, transcurrió parte de su luminosa vida. Iban por la tarde, a visitarlo y a recoger la dádiva fecunda de su palabra, algunos amigos. A veces se interrumpía la plática por el vibrar del timbre con que se lo llamaba desde los sitiales de las autoridades superiores. Lugones salía para recibir órdenes e instrucciones de sus jefes. Una vez, en los malos tiempos de siempre, lo encontré frotándose las manos ante la estufa, con la cabeza casi totalmente encanecida, su traje pulcramente aseado y raído de las tareas sedentarias. Frío, vejez y pobreza. Sentí en mí la pena y la vergüenza de doce millones de seres humanos juntos, y sentí ganas de tirarme al suelo y ponerme a gritar.


Al cabo de la jornada laboral, la fraternidad frecuentaba los bares y cafés del centro porteño, sobre todo el mítico Aue´s Keller de Bartolomé Mitre entre Florida y Maipú. Se trataba de la misma cervecería alemana que dos décadas atrás había sido el escenario que Rubén Darío y los jóvenes modernistas (entre ellos, el propio Lugones) habían escogido para celebrar sus cenas una vez que cerraban las puertas del Ateneo. Fue demolida en 1924 por las excavadoras que abrieron camino a la Diagonal Norte, de modo que los amigos pasaron a reunirse en otros cafés de la bohemia. El primero, y el más próximo al Aue´s Keller, fue el Café Sibarita, que se hallaba apenas doblando la esquina por Maipú en dirección a Rivadavia. También fueron testigos de las tertulias el Café La Cosechera, de Avenida de Mayo 625, casi esquina Perú, al lado del desaparecido Club del Progreso y en la misma cuadra de la Librería Anaconda; en la cuadra siguiente, el Café Gambrinus de Avenida de Mayo 789; y dos cuadras más arriba, el Café Paulista de Avenida de Mayo y Carlos Pellegrini.


Según su testimonio, todos los sábados Lugones tomaba su aperitivo después de corregir pruebas de imprenta en LA NACION, "como el jornalero que toma su copa después del trabajo":
Siempre se apresuraba a pagar el consumo; no por protección al que todavía era más pobre que él -Quiroga, Espinoza y yo-, sino como si le correspondiera, por ser el mayor, el que tenía más obligaciones sociales y tribales. Una tarde invitó con caviar, que ninguno de los tres había probado, y que juzgábamos un manjar imperial abolido en todo el mundo desde la caída de los Romanoff. Quiroga hablaba no recuerdo de qué ese día, y al usar la palabra "vacia", del verbo, le preguntó si se pronunciaba como bisílaba o trisílaba. Inmediatamente Lugones respondió: "Vácia, por la misma razón que lícua, adécua y evácua". Casi siempre daba las reglas y citaba autoridades en cuestiones de gramática, que le complacía tratar. Se conocía bien su Nebrija, habría dicho Sarmiento.
Y añade luego, sobre las dotes de conversador de Lugones: "Volaban las horas en su compañía, pues era locuaz, cordial y buen conversador. [...] Estando con él un par de horas se recobraban fuerzas para un par de años".
Así como la década de 1920 fue la que vio nacer esta comunidad espiritual que se celebraba en las tertulias de la biblioteca y en las peñas de los bares porteños, la década de 1930 fue testigo de la diáspora: en 1931 Quiroga retornaba definitivamente a la selva misionera de San Ignacio; dos años después, Franco abandonaba Buenos Aires para instalarse durante más de dos décadas en su Belén natal; también a partir de 1933, Martínez Estrada se replegaba de la vida pública por largas temporadas y durante varios años en una chacra que había adquirido en la localidad bonaerense de Goyena; y finalmente, en 1935 Glusberg terminaba por exiliarse en Santiago de Chile. Desde entonces, sólo Lugones permaneció en la ciudad porteña, siempre al frente de la biblioteca.
Sin embargo, en los años treinta la hermandad espiritual siguió manteniéndose a través de la correspondencia, las mutuas visitas, los proyectos comunes, los envíos de libros, los autores compartidos: Sarmiento, Martí, Hernández, Hudson, Thoreau... Las distancias físicas son difíciles de franquear, los encuentros se vuelven escasos y será, por lo tanto, a través de la correspondencia como fluirá la savia que mantendrá viva la fraternidad. Paradójicamente, gracias a la diáspora de los años treinta, nos han quedado estos testimonios, que hoy nos permiten entrever el funcionamiento de una comunidad de pensamiento tan singular.
Del conjunto de cartas que el "padre" y los "hermanos" intercambiaron a lo largo de los años, he logrado reunir en este libro 179 piezas, hasta hoy dispersas y en su mayor parte inéditas. De los años anteriores a la década de 1930 sólo han quedado algunas pocas: recuperamos una carta que Quiroga dirige a Lugones en 1912 desde San Ignacio y un puñado de cartas que Lugones le envía a Glusberg rumbo a Europa y camino a Lima en 1924. Pero la correspondencia se vuelve nutrida e intensa en la década de 1930, cuando la hermandad se dispersa y todos están emplazados en distintas ciudades. Incluso después del suicidio de los mayores -Quiroga en febrero de 1937, Lugones en febrero de 1938-, la confraternidad de los hermanos menores se prolongará a través de la correspondencia durante décadas. [...]
Afinidades electivas
Por donde se la mire, desde el nacionalista Lugones hasta el judío Glusberg, la diversidad de los miembros de la hermandad es enorme. A las evidentes diferencias en cuanto a pertenencia generacional, se añaden posiciones disímiles en la trama del campo literario, desavenencias políticas y discordancias temperamentales. El contraste entre los dos mayores es elocuente. Lugones ocupa ya en los años veinte el sitial de honor de la República de las Letras; amigo del poder, su robusta talla de militar contrasta notablemente con la delgadez y el despojo de Quiroga, ese Robinson misionero que comenzaba en esos años su consagración como cuentista. Militarismo y nacionalismo de un lado, individualismo y anarquismo romántico del otro; vida urbana y sociabilidad de una parte; vida agreste y temperamento áspero de otra, parecían responder a mundos incomunicables.
A su vez, ambos están separados por la distancia de una generación respecto de los "hijos" o los "hermanos menores". A principios de la década de 1920, Martínez Estrada y Franco eran dos poetas veinteañeros apenas conocidos y Glusberg, un modesto editor de origen inmigrante que acababa de publicar los cuentos judíos de La levita gris . Todo un abismo -generacional, posicional, político- parece separar al consagrado poeta nacional y a los escritores noveles: el primero, hace mucho tiempo de vuelta de sus rebeldías juveniles y los segundos, inflamados de espíritu libertario. Sin embargo, profundas afinidades electivas incitaron a Lugones a apadrinar a los tres jóvenes. No sólo llevará a trabajar consigo a la Biblioteca del Consejo a Franco y a Glusberg, sino que, como lo había hecho antes con Quiroga, hará uso de su poder consagratorio saludando desde las páginas del diario LA NACION los primeros libros de Martínez Estrada y de Franco. Con el respaldo de Lugones, que lo convierte en su editor y confidente, Glusberg será el editor por excelencia de las dos generaciones modernistas con su sello Babel, y sobre todo, conforme a cierta división "familiar" del trabajo, el difusor privilegiado de toda la hermandad que tuvo a Lugones por padre.
Si bien la crítica ha señalado más de una vez los vínculos parciales entre el "padre" y algunos de los "hermanos", lo ha hecho en forma parcial y no ha prestado atención a esta singular formación intelectual que, no sin tensiones internas, se constituyó bajo la forma de una curiosa fraternidad literaria a partir de lo que podríamos considerar sus "afinidades electivas". Este término, cuyo itinerario va de la alquimia a la sociología de la cultura, pasando por la literatura alemana de inicios del siglo XIX, remite a un movimiento de convergencia, de confluencia activa, de combinación entre elementos heterogéneos que alcanza cierto grado de fusión o unidad, como aquella "comunidad de almas" de la novela de Goethe.
¿Cuáles fueron entonces las afinidades electivas que acercaron a hombres tan dispares entre sí? La primera de ellas, la más evidente, es que comparten una estética y una sensibilidad modernistas. El "sistema modernista" fue organizado por el propio Darío cuando estableció a sus "precursores" -Silva, Casal, Gutiérrez Nájera-, escogió a su "maestro" -Martí- y ungió a sus "continuadores": Nervo, Herrera y Reissig, Lugones. Éste, por su parte, con el padrinazgo de Darío, creó su propio linaje nacional -Sarmiento, Hernández-, al mismo tiempo que ungió a sus propios continuadores, comenzando por Quiroga.
Cuando Martínez Estrada escribió que la literatura había perdido, en el lapso del año que va de febrero de 1937 a febrero de 1938, "al más grande cuentista y al más grande poeta de toda el habla castellana", en cierto modo ponía a Quiroga y a Lugones en espejo con los que constituían a su juicio las dos mayores figuras de la literatura argentina del siglo XIX: "Hernández en la poesía, y Sarmiento en la prosa". En fuerte sintonía estética con Glusberg y con Franco, Martínez Estrada va a completar con sus ensayos el canon literario que Lugones había comenzado a diseñar, canon al que no tardan en añadir a Hudson. "Tanto como Martín Fierro y tal vez más que el Facundo , la obra argentina de Hudson es una especie de río Paraná de nuestra literatura criolla y de toda la hispanoamericana", le escribe Franco a Glusberg (carta XLIV).
Los tres "hermanos menores" escribieron ensayos, e incluso libros enteros, sobre Sarmiento y Hernández, sobre Hudson y Martí. Además, cada uno de los miembros de la hermandad fue un fiel lector de los demás. [...] Casi todos ellos escribieron abundantemente sobre la obra de los otros. Un ataque recibido por uno de los miembros movilizaba en su defensa a toda la fratría, como lo muestra el cálido respaldo que recibió Martínez Estrada en 1932 ante la embestida de Manuel Gálvez [...].
Esta fraternidad modernista, en franco contraste, precisamente, con la fracción hispanista y católica de los escritores liderados por Gálvez, acentuará ciertos rasgos propios del movimiento literario continental, como la voluntad de vinculación de la literatura local con la universal, así como de afirmación americanista y de distanciamiento de la tradición española. Los fratres estarán unidos por una sensibilidad hispanófoba, laicista, anticlerical e incluso anticristiana, particularmente encendida en Lugones y en Franco.
La comunidad comparte un mismo universo de lecturas y es así como, junto a las cartas, se pone en circulación, entre préstamos y obsequios, una verdadera biblioteca. En un comienzo, es el "padre" Lugones el que da a conocer las novedades modernistas y el que construye el linaje hacia el pasado. Pero el rol del propiciador será ocupado enseguida por el siempre inquieto Glusberg, que es el que en los años treinta sugiere las lecturas, el que obsequia a los hermanos con ciertos libros que van a tener especial gravitación en sus vidas. Es el que le envía La historia de San Michelle a Quiroga, la Desobediencia civil de Thoreau a Martínez Estrada, El Capital y El manifiesto comunista a Luis Franco. Es Glusberg quien descubre a Waldo Frank y logra su primera visita a la Argentina y quien -a instancias de Lugones- lee a Mariátegui y promueve su radicación en la capital porteña. Es, en fin, el que logra persuadir a un Martínez Estrada todavía desdeñoso de la gauchesca, de la relevancia literaria del Martín Fierro ...
Es, sin duda, una formación modernista tardía, cuya cristalización coincide, en la década de 1920, con la emergencia del movimiento vanguardista que viene a disputarle la hegemonía dentro del campo literario. Pero acaso una de las mayores ventajas de prestar atención a esta formación tardía es advertir que el proceso de modernización que acompaña la emergencia del modernismo desde fines del siglo XIX ha alcanzado en la segunda década del siglo XX signos más acusados. Ángel Rama ha puesto de relieve la intrínseca vinculación entre el movimiento modernista, con su énfasis en la autonomía del escritor y del hecho literario, y los procesos de modernización que tenían lugar entonces en las principales urbes latinoamericanas: la autonomía de la literatura respecto del rol asignado durante la configuración de los Estados modernos; una especialización literaria que prefiguraba la profesionalización del escritor; la formación de un público urbano culto y, por lo tanto, de un mercado para la literatura argentina; la adopción de modelos extranjeros al mismo tiempo que el distanciamiento cultural respecto de España; la democratización de las formas artísticas; la comunicación entre los escritores a través de la correspondencia y los viajes. Son todos factores que permiten configurar un sistema literario latinoamericano. Como veremos enseguida, estas Cartas de una hermandad , por medio de las cuales los escritores reflexionan sobre sus deseos de su profesionalización, diseñan sus políticas culturales y tejen sus redes intelectuales nacionales y continentales, son testimonios particularmente reveladores de estos procesos.
Pero hay otra afinidad, si se quiere más profunda, que une a la hermandad: un anticapitalismo romántico, un espíritu libertario, una sensibilidad antiburguesa. Todos y cada uno podrían haber suscripto el sentimiento que describe Nalé Roxlo en su borrador de memorias: "Baudelaire nos había enseñado el desprecio literario al burgués, al filisteo?". Esta sensibilidad puede adoptar las más diversas expresiones políticas: desde el anarco-individualismo naturalista de Quiroga hasta el anarco-trotskismo de Luis Franco, pasando por el anarco-liberalismo de Martínez Estrada o el trotskismo libertario de Glusberg. Sensibilidad que tampoco es ajena a Lugones, pues un mismo aliento antiburgués inflama tanto el socialismo anarquizante de su juventud como el aristocratismo nacionalista de su madurez.
Cada uno de ellos dejó en sus escritos, y sobre todo en su correspondencia, algunas pistas de la relativa conciencia que tuvieron de los "parentescos" contraídos, así como de las afinidades que los llevaron a constituir esta extraña "familia". Martínez Estrada da como al pasar una clave preciosa en ese sentido. En un testimonio de su relación con Lugones, rememoraba los encuentros en el Café La Helvética en estos términos:
Traté a los hermanos, pero no como de la familia; en cambio yo estaba -y estoy- convencido de que Horacio Quiroga era su hermano y Enrique Espinoza su hijo. Y en ese carácter creo que nos queríamos.
El autor de Radiografía de la pampa parece colocarse aquí por fuera de la "familia". Sin embargo, páginas después, confiesa que ante el Lugones cotidiano, íntimo, el de las conversaciones estimulantes en la biblioteca y el café -no el Lugones de los cenáculos y círculos oficiales-, a ése sí "lo sentía yo mi hermano mayor".
No es el único testimonio que revela los sentimientos de fraternidad espiritual entre estos hombres. Quiroga y Martínez Estrada se dieron trato de hermanos en su correspondencia: el primero llama al segundo "hermano menor" y éste a su vez le consagró un libro que tituló expresamente El hermano Quiroga . En la correspondencia dirigida por Martínez Estrada y por Luis Franco a Samuel Glusberg aparece reiteradamente un mismo tratamiento: el primero se dirige a "Mi querido hermano Glusberg" y el segundo lo saluda con su "abrazo fraternal".
Glusberg, por su parte, escribió un relato de título elocuente: "Don Horacio Quiroga, mi padre". En un registro humorístico, contaba que muchos amigos creían que ese hombre de perfil semítico enfundado en su barba negra con quien lo veían pasear era su padre. Emir Rodríguez Monegal observó que, más allá de la anécdota, en "la realidad profunda de una elección simbólica, Quiroga era realmente el padre".
Otros testimonios de aquellos años nos permiten inferir que esta imagen del Quiroga-padre y el Glusberg-hijo era compartida por sus contemporáneos. Conrado Nalé Roxlo, contertulio de Lugones, Quiroga, Glusberg y Franco en el Aue´s Keller, recordaba con humor nostálgico en su Borrador de memorias la peña que allí se reunía en torno al periodista y poeta español Luis Pardo, que firmó durante treinta años unas "Sinfonías" en verso en Caras y Caretas . Pardo era un poeta repentista que gustaba sorprender a sus contertulios con versos que improvisaba sin sacar los ojos de su chop de cerveza. El propio Glusberg recuerda que en una ocasión, cuando a falta de cerveza le ofreció un té, Pardo le espetó:
Uno que a Glusberg maldijo de esta manera le dijo: Me haces tomar esta droga. ¡Se conoce que eres hijo de Horacio Kipling Quiroga!
Y cuando Glusberg editó por su sello Babel Los desterrados de Quiroga, Pardo volvió sobre el estrecho vínculo que unía al autor y al editor:
Al mismo Dios del Sinaí su honesta barba hace honor. Tiene un rarísimo coatí, tiene un simbólico editor. ¿Es estilista? Quizás sí. ¿Tiene mal genio? Es un error. Él sólo piensa en su coatí, en su coatí y en su editor.
Acaso el más excéntrico a toda la "familia" fue Luis Franco, aunque tampoco fue ajeno a la peña del Aue´s Keller. Fue el más politizado de los "hermanos" y el que más distancia puso respecto de la ideología nacionalista del "padre", pero asimismo fue hasta el final de su vida el "hijo" literario de Lugones. Hermanado con Glusberg por afinidades literarias y políticas, fue también "hermano" de Quiroga y de Martínez Estrada en su desdén por la vida mundana y su culto de la vida agreste, las faenas rurales y el trabajo manual. Tras los suicidios sucesivos de Quiroga y de Lugones, la correspondencia prosiguió entre los "hermanos menores". Martínez Estrada y Luis Franco van a distanciarse pero también a reencontrarse repetidas veces, ahora a través del "hermano común", Samuel Glusberg, de modo tal que la fraternidad persiste.

2009/06/21

Ancestral figura del Padre


Junio es el mes elegido por muchos países para festejar el Día del Padre. La mayoría -como la Argentina, Colombia, Cuba, Ecuador, México y Paraguay- lo fija el tercer domingo de junio; en otros, como en Chile o Austria, la fecha cae el segundo domingo. El resto de los países lo distribuye a lo largo del año.

La literatura no ha sido ajena al reconocimiento de la figura paterna. Desde los inicios de la cultura occidental, en una obra fundante de la forma en que se piensan las relaciones entre padres e hijos como es Edipo Rey (de la que surge el famoso "complejo de Edipo" y la idea de que en todo niño existe una atracción sexual inconsciente por la madre y un sentimiento de odio -también inconsciente- hacia el padre), hasta el poema gauchesco más famoso del siglo XIX, el Martín Fierro -que asegura en un par de versos citados en múltiples pósters y señaladores que "Un padre que da consejos / más que padre es un amigo"-, la literatura ha ido cristalizando caracterizaciones de la imagen del padre tal como el imaginario colectivo se las fue dictando. Los abordajes al vínculo suelen partir de emociones fuertes. En el extremo negativo, se encuentra paradigmáticamente la Carta al Padre, de Kafka. En ese texto -que, como explicamos en la descripción de la obra, no puede considerarse autobiográfico con todas las letras- aparecen el reproche, las acusaciones, la venganza verbal ahora que el escritor se encuentra en condiciones de tomar él mismo la palabra:
"Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos en el curso de una conversación." (...)"Si comenzaba a hacer algo que no fuera de tu gusto y tú me amenazabas con el fracaso, el respeto por tu opinión era tan grande en mí, que el fracaso, aunque fuese mucho más tarde, era irremediable. Perdí la confianza en mis actos. Yo era inconstante, indeciso. A medida que fui creciendo aumentó el material que podías señalar como testimonio de mi inutilidad; poco a poco, en ciertos aspectos, comenzaste a tener razón."
Pero también hay quienes evocan la figura del padre del modo opuesto: con gran apego y agradecimiento, valorando lo que el autor comprueba como herencia en su propia vida, en sus propias elecciones y en sus propios gestos. Así, Borges, en el texto "Posesión del ayer" decía:
"Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos".

Por su parte, en El viaje sedentario, el escritor mexicano Gonzalo Celorio repasa los últimos años de su padre y encuentra en ellos muchas razones para explicarse quién es él mismo hoy en día. La historia del padre también aparece como un refuerzo de su identidad:
"Cuando ya no tenía otra ocupación que la de inventar, papá se procuró una retahíla de comodidades que le consentían quedarse sentado en su escritorio. No existía entonces la pastilla disolvente que puede llevarse a cualquier parte si usted padece agruras. Papá inventó un salero en forma de pluma que, al ser girada, dejaba al descubierto unas perforaciones por donde se vaciaba, sobre un simple vaso de agua, su contenido efervescente, útil para usted que va de aquí para allá y ni manera de andar cargando con el frascote de Picto. Pero papá jamás salía de casa y su invención no tenía otro objeto que la permanencia en su escritorio cuando lo asaltaban las agruras.

Tanto cuento para decir solamente que soy hijo de papá; que amo los enseres del escritorio -los papeles y los lápices y sobre todo las gomas de borrar- tanto o más que la escritura; que acaso, sin saberlo, escribo lo que ya escribieron otros; en fin, que estar sentado en mi escritorio (aval de mi acidia y mi jubilación, tan prematura como mi nostalgia) justifica mi vida. Escribir es una manera de quedarse en casa: tener la sal de uvas a la mano para aliviar la acidez sin necesidad de levantarse."

Finalmente, el crítico literario Alberto Giordano, en Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, recuerda (mientras piensa capítulo tras capítulo la forma en que los autores construyen sus autobiografías):

"Una tarde muy triste, para consolarme, y también para disculparme por haber tenido que dejarlo solo en la clínica en la que estaba internado, traté de recordar y escribir la imagen de papá que me parecía más feliz, la que mi memoria podía ofrecer como prueba de qué, al fin de cuentas, nos quisimos y compartimos, del modo equívoco en que pueden compartir algo de sus vidas un padre y un hijo, momentos dichosos. En una de las mesas del bar del aeropuerto de Córdoba, mientras esperaba el avión que me devolvería a Rosario, sobre unas servilletas que después guardé dentro de un libro y al final perdí, escribí que si alguien me preguntaba en ese momento cuál era la imagen de papá que más me gustaba recordar mi respuesta inmediata habría sido: la imagen de papá esperándome en la plataforma de llegada de una estación de ómnibus, o mejor, la imagen de papá en el momento en que me reconoce entre los pasajeros que descienden. Puede ser en Buenos Aires o en Córdoba, en Tucumán, incluso en Rufino, el ómnibus ya se detuvo y desde la fila de los ansiosos que apuramos la llegada descubro a papá entre los que esperan. Todavía no me ve y está alerta, en una anticipación de todo el cuerpo que se prepara para la alegría de los besos y los abrazos. Ahora sí, me descubre, y viene a mi encuentro. Se mueve con una mezcla de dureza y plasticidad que, sin proponérselo, resulta elegante, como si en el presente del cariño algo del pudor y la timidez originarios se ablandara con la visión de la llegada del hijo. Sonríe, con entusiasmo, con generosidad, y la cara, que ya era encantadora en la espera, ahora resplandece. Aquí no hay dudas, la fuerza de esta imagen suspende la cantinela familiar de los olvidos y los resentimientos. Acabo de llegar y, sin decir nada y sin saberlo, papá me da lo mejor que un padre le puede dar a un hijo: la certidumbre de que es bienvenido."

Todas estas nos parecieron logradas evocaciones de una figura seguramente central para la vida de cada uno de nosotros. ¿Conocen ustedes otros textos que toquen el tema de forma interesante? Pueden enviarnos textos ajenos y textos propios sobre la relación padre e hijo aquí...

2009/06/06

Nuevos desafíos para la ética

En su libro ¿Qué piensan los que no piensan como yo?, Diana Cohen Agrest plantea diez temas controvertidos y presenta argumentos a favor y en contra de las posiciones posibles
Diana Cohen Agrest es doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Bioética por el Centre for Human Bioethics Monash University de Australia. Para ella, el hecho de contar con una sólida formación y de trabajar en el ámbito universitario no implica que sus ideas tengan que quedar confinadas en el claustro académico. Por eso desde hace algún tiempo escribe textos para un público no especializado, particularmente sobre temas ligados a la bioética. ¿Qué piensan los que no piensan como yo? (Debate) es su último libro. En él presenta diez temas altamente controversiales: el matrimonio homosexual, la homoparentalidad, el aborto, la eutanasia, la prostitución, la venta de órganos, el alquiler de vientre, la pena de muerte, la tenencia de drogas y el perfil genético de los delincuentes.
-¿Qué la llevó a abordar temas que en principio parecen tan diferentes como la venta de órganos y la pena de muerte?
-En el libro trabajo con prácticas que tienen que ver con innovaciones tecnológicas muy recientes, como el alquiler de vientre o el perfil genético de los delincuentes, y con otras que, si bien no son novedosas, siguen despertando controversias, como el aborto, la prostitución o la pena de muerte. En todos los casos lo que percibí es que detrás de las polémicas que se suscitan no hay una reflexión seria que permita analizar las consecuencias éticas y los valores involucrados en estas prácticas. Y es allí donde creo que puedo aportar algo desde la filosofía.
-¿A qué atribuye la falta de reflexión?
-Hay situaciones en las que la aparición de una innovación tecnológica se traduce rápidamente en una práctica sin que haya tiempo para reflexionar desde la ética. Es lo que sucedió, por ejemplo, cuando se logró implantar un óvulo en un útero: inmediatamente surgió la posibilidad del alquiler de vientre y, con ello, los cruces de opiniones entre quienes estaban a favor y quienes estaban en contra de esa práctica. En otros casos, como el de la pena de muerte o el del aborto, el tema no pasa por lo tecnológico sino por posiciones antagónicas que hacen pensar que el único consenso al que se puede llegar es que es imposible lograr el consenso. Algo interesante en relación con estas dos prácticas es que estadísticamente se ha mostrado que las personas que se oponen al aborto son las mismas que están a favor de la pena de muerte. Esto evidencia una cierta inconsistencia moral que es necesario investigar para ver cuáles son los resortes que conducen a ella.
-¿Por eso le interesa trabajar estas cuestiones para un público más amplio que el académico?
-Suelo trabajar con papers publicados en revistas académicas, muchas de ellas extranjeras, donde se abordan estas temáticas con una gran riqueza de argumentos. Pero, por otro lado, cuando escucho a la gente común o a algunos periodistas opinar sobre alguno de estos temas, por ejemplo la venta de órganos, en general los argumentos con los que me encuentro son muy pobres. Muchas veces no se va más allá de expresiones como "es terrible", "está mal", "es inmoral", "es antinatural". Por eso creo que es fundamental reducir la brecha que existe entre el discurso académico y el del común de la gente que no tiene acceso a él.
-El libro tiene una estructura muy definida. Cada capítulo se abre con algunos recortes periodísticos seguidos de una breve historia de vida, luego se presenta el marco legal de la cuestión y, finalmente, se exponen los argumentos éticos en contra y a favor en relación con cada práctica.
¿Cuál fue el motivo de la elección de esa estructura?
-Éste es un libro en el que vengo trabajando desde hace años. Una de las cosas que hice durante ese tiempo fue acopiar bastante material de medios nacionales y extranjeros. Y mientras iba adquiriendo ese material, lo cotejaba con las leyes, lo iba consultando con abogados, con genetistas, con diversos profesionales para poder brindar información precisa y actualizada. Después el mayor trabajo fue sintetizar los argumentos a favor y en contra de cada postura, con un lenguaje simple y teniendo en cuenta nuestro propio contexto.
-Llama la atención el cuidado con que se exponen argumentos a favor y en contra de cada cuestión, sin plantear una posición definida en relación con ellas.
¿Por qué eligió presentar los temas de ese modo?
-En primer lugar, porque no tengo una posición tomada acerca de todas estas cuestiones. Pero, fundamentalmente, porque el propósito del libro es alentar el debate, no cancelarlo. Creo que lo más importante es darle a la gente las herramientas apropiadas para reflexionar. Si yo tomara una posición, de alguna manera estaría dando una receta. Y yo creo que uno de los problemas más serios que tenemos, particularmente en la cultura iberoamericana, es que en lugar de plantear problemas tendemos a cerrarlos. Por eso el libro está pensado como una propedéutica para el debate. Ahí no está el debate: están las herramientas para debatir.
-Pero supongo que en algunos casos le debe de haber resultado difícil encontrar argumentos tan buenos a favor como en contra de las posturas presentadas.
-Lo que hice fue extractar los principales argumentos en boga dentro y fuera del mundo académico y presentarlos con los mejores subargumentos posibles. Ahora, esto no significa que las razones fueran igualmente buenas. No en todos los casos los argumentos son simétricos. Tampoco me resultaron igualmente convincentes a mí misma.
-Usted afirma que no tiene una postura tomada en relación con todas las cuestiones trabajadas. Esto sugiere que sí la tiene en algunas de ellas.
¿Cómo hizo para presentar argumentos que respaldaran, al menos provisoriamente, perspectivas con las que usted no acordaba?
-En algunos casos realmente me costó un gran esfuerzo, porque tenía que exponer razones a favor de posturas con las que yo disiento profundamente. Pero traté de hacerlo con la mayor honestidad, sin marcar una tendencia hacia una de las posturas.
Hubo un caso en particular ?que prefiero no develar para que, en todo caso, el lector trate de encontrarlo?, en el que al investigar me encontré con un argumento que desconocía en favor de una posición que no comparto y que me resultó muy convincente. Pero como yo no estaba de acuerdo con la posición que ese argumento apoyaba, se me planteó la disyuntiva de si debía exponerlo o no. Porque yo decía: "Este argumento va a convencer a mucha gente", y yo no estaba de acuerdo con él. Pero terminé incluyéndolo muy a pesar mío.
-¿Con qué otras dificultades tropezó?
-En algunos casos me resultó complicado encontrar la manera de trasladar o traducir ciertas problemáticas que en otros países se discuten abiertamente a un medio como el nuestro, que carga con un pasado reciente bastante tortuoso. Puntualmente, esto me sucedió en el capítulo sobre el perfil genético de los delincuentes. Allí se expone un procedimiento que se implementa en distintos países, según el cual en los casos de ciertos delitos como asesinato o violación se coteja un rastro de ADN dejado por el delincuente con el ADN de un sospechoso y a partir de ello se establece su responsabilidad. Algo muy interesante es que este procedimiento rivaliza con la identificación "visual" del delincuente en "ronda de sospechosos". Y algo que se comprobó es que en esos "reconocimientos" la gente tenía tendencia a señalar como culpable al negro, al pobre, al latino. En muchos casos, cuando se recurrió a la información genética, se demostró que el sospechoso detenido era inocente. Y se han producido cientos de liberaciones a partir de la implementación de este procedimiento. Por ello en algunos países como Reino Unido, Estados Unidos, Francia o incluso en España no hay dudas de que se tiene que hacer un banco de datos donde figuren los perfiles genéticos de todas aquellas personas que hayan cometido un delito o que hayan estado próximas a un delito. Sin embargo, cuando uno plantea algo así en un país como el nuestro, en el que justamente hubo un exceso de vigilancia, donde la privacidad fue invadida, surge la pregunta de si no será un riesgo instalar un banco de datos de ese tipo.
-¿Hubo algún tema que la haya conmovido especialmente?
-Sí, claro. Por ejemplo, el de la venta de órganos. Porque uno, espontáneamente dice: "la venta de órganos es un horror". Sin embargo, cuando uno lee distintas historias de vida, se encuentra con situaciones desgarradoras. Yo me encontré con un texto en el que un padre cuenta que tuvo que vender un órgano para salvar la vida de su hijo. Entonces, uno se pregunta si lo que está fallando, lo que es un delito, es en sí la venta de ese órgano o las condiciones de inequidad que obligan a que ese individuo tenga que recurrir a eso para salvar a su hijo. Y, como sabemos, lamentablemente esas condiciones de inequidad son actualmente muy difíciles de revertir.
-En el texto usted muestra que la norma moral es distinta de la norma legal. ¿Cuál es la relación que debe existir entre ellas?
-La ética debería servir de base a la ley. Si nosotros aspiramos a vivir en un mundo con una ciudadanía inteligente, el camino es educar a esa ciudadanía. Por eso considero que es tan importante abrir espacios para una reflexión seria sobre estas cuestiones. Supongamos que en algún momento se llega a plebiscitar alguno de estos temas. Sería bueno que quienes tengan que votar sobre estas cuestiones tengan claros cuáles son los mejores argumentos a favor y en contra de ellas.
-Y es allí donde la filosofía tendría un rol particularmente comprometido.
-Yo comienzo el libro recordando aquello que planteaba Karl Jaspers: el triple origen de la filosofía en el asombro, la duda y las situaciones límite. La filosofía comienza con el asombro ante el cielo, ante la inmensidad, ante la infinitud. Después se empieza a dudar y finalmente tienen lugar las situaciones límite que obligan a una reflexión. Lo extraño es que hoy esos tres registros retornan condensados en una única problemática. Cuando aparece una innovación biotecnológica, en primer lugar surge el asombro "¿cómo es posible, por ejemplo, que un niño tenga tres madres, si siempre dijimos que ?madre hay una sola??" "¿Cómo puede ser que hoy en día un niño pueda tener una madre genética, una madre portadora y una madre social?". Lo primero que esto genera es asombro. Pero inmediatamente aparece la duda: "¿Está bien que haya tres madres?". Y cuando uno está involucrado con alguna de esas prácticas ?por ejemplo, si no puede tener un hijo o si está ante un pedido eutanásico? realmente se encuentra en una situación límite. Este retorno al "triple origen" de la filosofía que planteaba Jaspers muestra claramente la ingerencia que la filosofía debe tener en este tipo de problemáticas.