¿Qué es la sabiduría?
Es una palabra que generalmente se relaciona con el conocimiento, pero con 18 años he logrado darme cuenta de que se puede tener pocos conocimientos (de lo que muchas veces se llama "cultura general") y aun así ser más sabio que aquel que puede recitar un poema de Shakespeare de memoria o enumerar las características de un sistema político. ¿Cuál es la verdadera sabiduría? ¿Quién es el verdadero sabio? ¿La sabiduría es universal o sólo es aplicable a cada alma diferente de todas las demás? ¿Todos podemos ser capaces de adquirir esta sabiduría, o la misma ya vive dentro de nosotros? Quizá la sabiduría es la aceptación de que gran parte de las cosas que vemos y vivimos todos los días son un misterio.
Carolina Martel
Como nuestra amiga Carolina, también la británica Sorcha Corey, investigadora y docente de arte clásico inglés, hace una especial diferencia entre conocimiento y sabiduría. "El conocimiento nos sirve para ganarnos la vida, la sabiduría nos ayuda a vivir", dice. Ambas proponen desandar una vieja confusión que lleva a creer que quien mucho leyó o estudió es sabio. Ya en la Grecia socrática se distinguía entre un tipo de sabiduría superior y otra práctica. La primera (sophia), considerada una virtud del alma, consistía en conocer, a través de la investigación de las cosas naturales, todas las causas y los principios. La segunda (phrónesis) era una habilidad adquirida para hacer ciertas cosas. Ya se hablaba, pues, de sabiduría y conocimiento.
También lo hacía en sus reflexiones Jiddu Krishnamurti (1895-1986), luminoso orador, filósofo y escritor indio que en El libro de la vida (una recopilación de charlas y escritos hecha por Mark Lee) señala el conocimiento como apenas una rama del árbol llamado sabiduría. "Nos agarramos de la rama y creemos que es el árbol, pero mediante el conocimiento de una parte jamás podremos experimentar el júbilo del todo." Krishnamurti descreía de la sabiduría como un hecho intelectual. Y alertaba a quienes, en un vano intento por evitar el dolor, la incertidumbre y el desasosiego inherentes a la vida, buscan explicaciones para todo. Si la mente y el corazón son sofocados por el conocimiento que busca todas las explicaciones, "la vida se torna vana y carente de sentido". En esa dirección apuntaba el gran Albert Einstein cuando concluía que "cada día conocemos más y entendemos menos".
¿Qué es lo que hay que entender? Quizá que la vida no es un parque temático en el que hallaremos todo resuelto y explicado, en el que todo será fácil y obvio. Quizás haya que entender que se conoce y se crece a través de la dificultad, que hay un sentido también en el dolor, que hay un misterio a la vuelta de cada esquina y que hay que cruzar todas las esquinas que propone el camino elegido. La sabiduría es inteligencia, pero no la inteligencia entendida como acumulación de conocimientos, sino como un punto de encuentro -decía Krishnamurti- entre la razón y el amor. A ese lugar se llega cuando hay comprensión de nuestra propia interioridad, cuando nos atrevemos a bucear en ella con los ojos abiertos, y cuando se hace la experiencia de sumergirse en las revueltas aguas de la vida, no la de limitarse a surfear en ellas.
Aun así, intuyo, no alcanza la sola acumulación de experiencias para hacernos sabios. Experiencias son las cosas que vivimos voluntaria o involuntariamente. Lo que hagamos con ellas, las actitudes a que nos lleven, dirán si hemos adquirido sabiduría. Hay muchas personas llenas de conocimientos y anémicas de sabiduría. Hay muchas otras que pasaron por todas, se propusieron vivir intensamente, acumularon decenas de experiencias y anécdotas para contar, pero no destilaron de ellas ni una gota de sabiduría. Acaso porque sólo se la alcanza cuando se la deja de tener como meta, cuando no se aspira a adquirirla como quien suscribe un seguro contra el dolor, la decepción, la perplejidad o el riesgo, cuando conservamos la capacidad de asombrarnos. Es lo que comprueban los protagonistas de Sabiduría garantizada, un hermoso film de la alemana Doris Dörrie, cuyos protagonistas, dos hermanos en crisis existencial, descubren en carne propia que la rama no es el árbol. Podemos ganarnos muy bien la vida o podemos vivir muy bien. Las dos cosas no son opuestas, pero no se unen naturalmente. Lo que las integra es la sabiduría. Y no venimos dotados de esta herramienta existencial. La incorporaremos, o no, según sea nuestro modo de estar en el mundo.
Carolina Martel
Como nuestra amiga Carolina, también la británica Sorcha Corey, investigadora y docente de arte clásico inglés, hace una especial diferencia entre conocimiento y sabiduría. "El conocimiento nos sirve para ganarnos la vida, la sabiduría nos ayuda a vivir", dice. Ambas proponen desandar una vieja confusión que lleva a creer que quien mucho leyó o estudió es sabio. Ya en la Grecia socrática se distinguía entre un tipo de sabiduría superior y otra práctica. La primera (sophia), considerada una virtud del alma, consistía en conocer, a través de la investigación de las cosas naturales, todas las causas y los principios. La segunda (phrónesis) era una habilidad adquirida para hacer ciertas cosas. Ya se hablaba, pues, de sabiduría y conocimiento.
También lo hacía en sus reflexiones Jiddu Krishnamurti (1895-1986), luminoso orador, filósofo y escritor indio que en El libro de la vida (una recopilación de charlas y escritos hecha por Mark Lee) señala el conocimiento como apenas una rama del árbol llamado sabiduría. "Nos agarramos de la rama y creemos que es el árbol, pero mediante el conocimiento de una parte jamás podremos experimentar el júbilo del todo." Krishnamurti descreía de la sabiduría como un hecho intelectual. Y alertaba a quienes, en un vano intento por evitar el dolor, la incertidumbre y el desasosiego inherentes a la vida, buscan explicaciones para todo. Si la mente y el corazón son sofocados por el conocimiento que busca todas las explicaciones, "la vida se torna vana y carente de sentido". En esa dirección apuntaba el gran Albert Einstein cuando concluía que "cada día conocemos más y entendemos menos".
¿Qué es lo que hay que entender? Quizá que la vida no es un parque temático en el que hallaremos todo resuelto y explicado, en el que todo será fácil y obvio. Quizás haya que entender que se conoce y se crece a través de la dificultad, que hay un sentido también en el dolor, que hay un misterio a la vuelta de cada esquina y que hay que cruzar todas las esquinas que propone el camino elegido. La sabiduría es inteligencia, pero no la inteligencia entendida como acumulación de conocimientos, sino como un punto de encuentro -decía Krishnamurti- entre la razón y el amor. A ese lugar se llega cuando hay comprensión de nuestra propia interioridad, cuando nos atrevemos a bucear en ella con los ojos abiertos, y cuando se hace la experiencia de sumergirse en las revueltas aguas de la vida, no la de limitarse a surfear en ellas.
Aun así, intuyo, no alcanza la sola acumulación de experiencias para hacernos sabios. Experiencias son las cosas que vivimos voluntaria o involuntariamente. Lo que hagamos con ellas, las actitudes a que nos lleven, dirán si hemos adquirido sabiduría. Hay muchas personas llenas de conocimientos y anémicas de sabiduría. Hay muchas otras que pasaron por todas, se propusieron vivir intensamente, acumularon decenas de experiencias y anécdotas para contar, pero no destilaron de ellas ni una gota de sabiduría. Acaso porque sólo se la alcanza cuando se la deja de tener como meta, cuando no se aspira a adquirirla como quien suscribe un seguro contra el dolor, la decepción, la perplejidad o el riesgo, cuando conservamos la capacidad de asombrarnos. Es lo que comprueban los protagonistas de Sabiduría garantizada, un hermoso film de la alemana Doris Dörrie, cuyos protagonistas, dos hermanos en crisis existencial, descubren en carne propia que la rama no es el árbol. Podemos ganarnos muy bien la vida o podemos vivir muy bien. Las dos cosas no son opuestas, pero no se unen naturalmente. Lo que las integra es la sabiduría. Y no venimos dotados de esta herramienta existencial. La incorporaremos, o no, según sea nuestro modo de estar en el mundo.
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