Vivencia cristiana
Prof. F/Ch/S
¡Está contenta!- ¿contenta?- claro, por su confesión-, replicó Padre Edwin Santa Cruz, mi gran amigo, que tarde a tarde oficializa la misa en la antiquísima Catedral chiclayana. Era entonces, una mañana de junio, fría por su clima y cálida por la compañía, y donde se respira paz, espacio único por la presencia mística de cristo. Concluía con sus sabios consejos, cuando irrumpió una mirada y elevando un libro dijo: - le daré para que lea quince… no, mejor veinte minutos diarios. Algo asombrada y retada por el tiempo y la nueva bibliografía, dije: ¿es un compromiso?, sin titubear mi dinámico amigo respondió: -sí-. Lo miré con asentimiento, no podía defraudarlo.
Tras la esencia divina de lo que en el “librito” encontré, trataré de expresar lo mejor que pueda una reflexión para el alma. Es bueno compartir con todo “cristiano”, la trascendencia del verdadero cristiano en su día a día, es en esa dimensión en la que no penetran nuestros sentidos.
El hombre por su naturaleza humana clama una necesidad de Dios, es decir, surge desde lo más profundo de su ser un grito en el que reconoce que hay vacío en su interior; quiere a toda costa encontrar el sentido y la razón de existir; ello, obviamente, suscita en él confusión, inquietud, extrañeza, ignorancia, y es que en fondo él está en busca de la verdad, una verdad que no está exenta del esfuerzo, el sacrificio, la perseverancia, así como la desesperanza, la impaciencia que deberá experimentar, porque Dios muchas veces prueba cada una de nuestras fortalezas y debilidades, para mostrarse ante nosotros en grandes y pequeñas cosas que vemos, hacemos o descubrimos. En el día a día el verdadero cristiano tiene que reconocer:
Primero, que somos hijos de Dios. Nos falta impregnar en nuestra cabeza que Dios nos ama con un corazón infinito, paternal y maternalmente a la vez, si ello entendiéramos, si fuéramos conscientes de esta realidad, la vida sería sencilla, creciéramos en amor y solidaridad. Dios está allí, en cada paso que damos, en cada minuto que cerramos los ojos, Dios aparece glorioso, resplandeciente, vivificante; en ese momento la vida empieza a cambiar y nuestro día a día se hace jubiloso, divino, dispuesto al dar más que al recibir; el trabajo, la familia, los amigos se ven como el próximo al que hay que servir, con un corazón terso, con un gesto de entera humanidad. Si recordamos, el servicio, el amor y el corazón humano divino que Jesús nos mostró mientras anduvo entre nosotros, era la misión encomendada por el Padre, cómo Él mismo afirma: Nadie puede llegar hasta mí, si no es atraído por el Padre que me envió” y el Padre lo envió por amor.
Segundo, el trayecto no es sencillo, es cierto. El hombre de hoy, está sujeto a los cambios, a las nuevas ideologías, los problemas; las creencias mismas están envueltas en amenazas, desafíos, retos, pero también en signos de esperanza. En medio de ese contexto el cristiano está llamado a luchar y aún más a cargar con su propia cruz, signo de la presencia de Jesús, y con Jesús no hay razón para la pena, la tristeza, o el dolor, porque nadie mejor que Él para aliviar nuestra carga, si parafraseamos el Evangelio el segundo paso es: “¡abrid serenamente la inteligencia y el corazón a Jesús, confiad en el Salvador!”.
Tercero, vivir la fe y vivir de fe, este don especial está sembrado en el alma, nos lleva más allá del simple asombro, nos lleva a creer en Jesús Vivo; en Jesús presente en nuestra vida, y convertido en médula de nuestro testimonio, y así lo comunicaremos a cuantos quieran conocerle y amarle; de seguro se verán atraídos, porque la vida imbuida por las enseñanzas de Jesús irradian amor y salvación, de ello no debemos avergonzarnos. Si nos confiamos plenos a Él, el resto se contagiará y en parte les ayudaremos a encontrar la verdad.
Finalmente, debemos avanzar en el convencimiento de Jesús Vivo. Puede que aún nos veamos débiles y llenos de miseria, somos humanos, aún así nos lo dice Josemaría Escrivá: “esforcémonos para que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz de entrega, de servicio; para que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan sobre todo, llevar a otros la luz de Dios; para que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi, el buen olor de Cristo, que nos recuerden su modo de comportarse y de vivir”.
Prof. F/Ch/S
¡Está contenta!- ¿contenta?- claro, por su confesión-, replicó Padre Edwin Santa Cruz, mi gran amigo, que tarde a tarde oficializa la misa en la antiquísima Catedral chiclayana. Era entonces, una mañana de junio, fría por su clima y cálida por la compañía, y donde se respira paz, espacio único por la presencia mística de cristo. Concluía con sus sabios consejos, cuando irrumpió una mirada y elevando un libro dijo: - le daré para que lea quince… no, mejor veinte minutos diarios. Algo asombrada y retada por el tiempo y la nueva bibliografía, dije: ¿es un compromiso?, sin titubear mi dinámico amigo respondió: -sí-. Lo miré con asentimiento, no podía defraudarlo.
Tras la esencia divina de lo que en el “librito” encontré, trataré de expresar lo mejor que pueda una reflexión para el alma. Es bueno compartir con todo “cristiano”, la trascendencia del verdadero cristiano en su día a día, es en esa dimensión en la que no penetran nuestros sentidos.
El hombre por su naturaleza humana clama una necesidad de Dios, es decir, surge desde lo más profundo de su ser un grito en el que reconoce que hay vacío en su interior; quiere a toda costa encontrar el sentido y la razón de existir; ello, obviamente, suscita en él confusión, inquietud, extrañeza, ignorancia, y es que en fondo él está en busca de la verdad, una verdad que no está exenta del esfuerzo, el sacrificio, la perseverancia, así como la desesperanza, la impaciencia que deberá experimentar, porque Dios muchas veces prueba cada una de nuestras fortalezas y debilidades, para mostrarse ante nosotros en grandes y pequeñas cosas que vemos, hacemos o descubrimos. En el día a día el verdadero cristiano tiene que reconocer:
Primero, que somos hijos de Dios. Nos falta impregnar en nuestra cabeza que Dios nos ama con un corazón infinito, paternal y maternalmente a la vez, si ello entendiéramos, si fuéramos conscientes de esta realidad, la vida sería sencilla, creciéramos en amor y solidaridad. Dios está allí, en cada paso que damos, en cada minuto que cerramos los ojos, Dios aparece glorioso, resplandeciente, vivificante; en ese momento la vida empieza a cambiar y nuestro día a día se hace jubiloso, divino, dispuesto al dar más que al recibir; el trabajo, la familia, los amigos se ven como el próximo al que hay que servir, con un corazón terso, con un gesto de entera humanidad. Si recordamos, el servicio, el amor y el corazón humano divino que Jesús nos mostró mientras anduvo entre nosotros, era la misión encomendada por el Padre, cómo Él mismo afirma: Nadie puede llegar hasta mí, si no es atraído por el Padre que me envió” y el Padre lo envió por amor.
Segundo, el trayecto no es sencillo, es cierto. El hombre de hoy, está sujeto a los cambios, a las nuevas ideologías, los problemas; las creencias mismas están envueltas en amenazas, desafíos, retos, pero también en signos de esperanza. En medio de ese contexto el cristiano está llamado a luchar y aún más a cargar con su propia cruz, signo de la presencia de Jesús, y con Jesús no hay razón para la pena, la tristeza, o el dolor, porque nadie mejor que Él para aliviar nuestra carga, si parafraseamos el Evangelio el segundo paso es: “¡abrid serenamente la inteligencia y el corazón a Jesús, confiad en el Salvador!”.
Tercero, vivir la fe y vivir de fe, este don especial está sembrado en el alma, nos lleva más allá del simple asombro, nos lleva a creer en Jesús Vivo; en Jesús presente en nuestra vida, y convertido en médula de nuestro testimonio, y así lo comunicaremos a cuantos quieran conocerle y amarle; de seguro se verán atraídos, porque la vida imbuida por las enseñanzas de Jesús irradian amor y salvación, de ello no debemos avergonzarnos. Si nos confiamos plenos a Él, el resto se contagiará y en parte les ayudaremos a encontrar la verdad.
Finalmente, debemos avanzar en el convencimiento de Jesús Vivo. Puede que aún nos veamos débiles y llenos de miseria, somos humanos, aún así nos lo dice Josemaría Escrivá: “esforcémonos para que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz de entrega, de servicio; para que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan sobre todo, llevar a otros la luz de Dios; para que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi, el buen olor de Cristo, que nos recuerden su modo de comportarse y de vivir”.
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