Conforme a las memorias de diversos testigos, en la década del 20 un curioso quinteto literario solía animar en horas del atardecer las tertulias de la Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, deambulando luego hacia el Aue´s Keller y otros bares de la bohemia porteña. Eran Horacio Quiroga, el autor ya reconocido de los Cuentos de la selva y de Anaconda ; el joven Ezequiel Martínez Estrada, que recién se daba a conocer como poeta con Oro y piedra y Nefelibal ; Luis Franco, que acababa de llegar de su Catamarca natal con los versos de La flauta de caña ; y Samuel Glusberg, narrador novel que comenzaba a firmar sus cuentos con el seudónimo de Enrique Espinoza y editor de todos los demás en el sello Babel. Los cuatro "hermanos", como gustaban llamarse entre sí, habían constituido en torno a la figura tutelar de don Leopoldo Lugones, el director de la biblioteca, una singular cofradía de la que se ocupa este libro.
Patriarca indiscutido de las letras argentinas de entonces, Lugones ocupó ese modesto puesto burocrático durante más de veinte años, desde 1915 hasta su muerte en 1938. La Biblioteca del Consejo Nacional de Educación, luego rebautizada Biblioteca Nacional de Maestros, estaba localizada en el Palacio Pizzurno (edificio que hoy aloja además al Ministerio de Educación) de la calle Rodríguez Peña, entre Paraguay y Marcelo T. de Alvear. En la década de 1920 Lugones había llevado a trabajar consigo a los "hermanos menores", Glusberg y Franco, y también recibía allí las visitas de los "hermanos mayores", Quiroga y Martínez Estrada. Este último dejó un retrato conmovedor de la austeridad con que encontraba trabajando a su maestro:
En su despachito, sin habitaciones particulares ni mucamos, sin automóvil, sin colaboradores familiares, sin edictos, transcurrió parte de su luminosa vida. Iban por la tarde, a visitarlo y a recoger la dádiva fecunda de su palabra, algunos amigos. A veces se interrumpía la plática por el vibrar del timbre con que se lo llamaba desde los sitiales de las autoridades superiores. Lugones salía para recibir órdenes e instrucciones de sus jefes. Una vez, en los malos tiempos de siempre, lo encontré frotándose las manos ante la estufa, con la cabeza casi totalmente encanecida, su traje pulcramente aseado y raído de las tareas sedentarias. Frío, vejez y pobreza. Sentí en mí la pena y la vergüenza de doce millones de seres humanos juntos, y sentí ganas de tirarme al suelo y ponerme a gritar.
Al cabo de la jornada laboral, la fraternidad frecuentaba los bares y cafés del centro porteño, sobre todo el mítico Aue´s Keller de Bartolomé Mitre entre Florida y Maipú. Se trataba de la misma cervecería alemana que dos décadas atrás había sido el escenario que Rubén Darío y los jóvenes modernistas (entre ellos, el propio Lugones) habían escogido para celebrar sus cenas una vez que cerraban las puertas del Ateneo. Fue demolida en 1924 por las excavadoras que abrieron camino a la Diagonal Norte, de modo que los amigos pasaron a reunirse en otros cafés de la bohemia. El primero, y el más próximo al Aue´s Keller, fue el Café Sibarita, que se hallaba apenas doblando la esquina por Maipú en dirección a Rivadavia. También fueron testigos de las tertulias el Café La Cosechera, de Avenida de Mayo 625, casi esquina Perú, al lado del desaparecido Club del Progreso y en la misma cuadra de la Librería Anaconda; en la cuadra siguiente, el Café Gambrinus de Avenida de Mayo 789; y dos cuadras más arriba, el Café Paulista de Avenida de Mayo y Carlos Pellegrini.
Según su testimonio, todos los sábados Lugones tomaba su aperitivo después de corregir pruebas de imprenta en LA NACION, "como el jornalero que toma su copa después del trabajo":
Siempre se apresuraba a pagar el consumo; no por protección al que todavía era más pobre que él -Quiroga, Espinoza y yo-, sino como si le correspondiera, por ser el mayor, el que tenía más obligaciones sociales y tribales. Una tarde invitó con caviar, que ninguno de los tres había probado, y que juzgábamos un manjar imperial abolido en todo el mundo desde la caída de los Romanoff. Quiroga hablaba no recuerdo de qué ese día, y al usar la palabra "vacia", del verbo, le preguntó si se pronunciaba como bisílaba o trisílaba. Inmediatamente Lugones respondió: "Vácia, por la misma razón que lícua, adécua y evácua". Casi siempre daba las reglas y citaba autoridades en cuestiones de gramática, que le complacía tratar. Se conocía bien su Nebrija, habría dicho Sarmiento.
Y añade luego, sobre las dotes de conversador de Lugones: "Volaban las horas en su compañía, pues era locuaz, cordial y buen conversador. [...] Estando con él un par de horas se recobraban fuerzas para un par de años".
Así como la década de 1920 fue la que vio nacer esta comunidad espiritual que se celebraba en las tertulias de la biblioteca y en las peñas de los bares porteños, la década de 1930 fue testigo de la diáspora: en 1931 Quiroga retornaba definitivamente a la selva misionera de San Ignacio; dos años después, Franco abandonaba Buenos Aires para instalarse durante más de dos décadas en su Belén natal; también a partir de 1933, Martínez Estrada se replegaba de la vida pública por largas temporadas y durante varios años en una chacra que había adquirido en la localidad bonaerense de Goyena; y finalmente, en 1935 Glusberg terminaba por exiliarse en Santiago de Chile. Desde entonces, sólo Lugones permaneció en la ciudad porteña, siempre al frente de la biblioteca.
Sin embargo, en los años treinta la hermandad espiritual siguió manteniéndose a través de la correspondencia, las mutuas visitas, los proyectos comunes, los envíos de libros, los autores compartidos: Sarmiento, Martí, Hernández, Hudson, Thoreau... Las distancias físicas son difíciles de franquear, los encuentros se vuelven escasos y será, por lo tanto, a través de la correspondencia como fluirá la savia que mantendrá viva la fraternidad. Paradójicamente, gracias a la diáspora de los años treinta, nos han quedado estos testimonios, que hoy nos permiten entrever el funcionamiento de una comunidad de pensamiento tan singular.
Del conjunto de cartas que el "padre" y los "hermanos" intercambiaron a lo largo de los años, he logrado reunir en este libro 179 piezas, hasta hoy dispersas y en su mayor parte inéditas. De los años anteriores a la década de 1930 sólo han quedado algunas pocas: recuperamos una carta que Quiroga dirige a Lugones en 1912 desde San Ignacio y un puñado de cartas que Lugones le envía a Glusberg rumbo a Europa y camino a Lima en 1924. Pero la correspondencia se vuelve nutrida e intensa en la década de 1930, cuando la hermandad se dispersa y todos están emplazados en distintas ciudades. Incluso después del suicidio de los mayores -Quiroga en febrero de 1937, Lugones en febrero de 1938-, la confraternidad de los hermanos menores se prolongará a través de la correspondencia durante décadas. [...]
Afinidades electivas
Por donde se la mire, desde el nacionalista Lugones hasta el judío Glusberg, la diversidad de los miembros de la hermandad es enorme. A las evidentes diferencias en cuanto a pertenencia generacional, se añaden posiciones disímiles en la trama del campo literario, desavenencias políticas y discordancias temperamentales. El contraste entre los dos mayores es elocuente. Lugones ocupa ya en los años veinte el sitial de honor de la República de las Letras; amigo del poder, su robusta talla de militar contrasta notablemente con la delgadez y el despojo de Quiroga, ese Robinson misionero que comenzaba en esos años su consagración como cuentista. Militarismo y nacionalismo de un lado, individualismo y anarquismo romántico del otro; vida urbana y sociabilidad de una parte; vida agreste y temperamento áspero de otra, parecían responder a mundos incomunicables.
A su vez, ambos están separados por la distancia de una generación respecto de los "hijos" o los "hermanos menores". A principios de la década de 1920, Martínez Estrada y Franco eran dos poetas veinteañeros apenas conocidos y Glusberg, un modesto editor de origen inmigrante que acababa de publicar los cuentos judíos de La levita gris . Todo un abismo -generacional, posicional, político- parece separar al consagrado poeta nacional y a los escritores noveles: el primero, hace mucho tiempo de vuelta de sus rebeldías juveniles y los segundos, inflamados de espíritu libertario. Sin embargo, profundas afinidades electivas incitaron a Lugones a apadrinar a los tres jóvenes. No sólo llevará a trabajar consigo a la Biblioteca del Consejo a Franco y a Glusberg, sino que, como lo había hecho antes con Quiroga, hará uso de su poder consagratorio saludando desde las páginas del diario LA NACION los primeros libros de Martínez Estrada y de Franco. Con el respaldo de Lugones, que lo convierte en su editor y confidente, Glusberg será el editor por excelencia de las dos generaciones modernistas con su sello Babel, y sobre todo, conforme a cierta división "familiar" del trabajo, el difusor privilegiado de toda la hermandad que tuvo a Lugones por padre.
Si bien la crítica ha señalado más de una vez los vínculos parciales entre el "padre" y algunos de los "hermanos", lo ha hecho en forma parcial y no ha prestado atención a esta singular formación intelectual que, no sin tensiones internas, se constituyó bajo la forma de una curiosa fraternidad literaria a partir de lo que podríamos considerar sus "afinidades electivas". Este término, cuyo itinerario va de la alquimia a la sociología de la cultura, pasando por la literatura alemana de inicios del siglo XIX, remite a un movimiento de convergencia, de confluencia activa, de combinación entre elementos heterogéneos que alcanza cierto grado de fusión o unidad, como aquella "comunidad de almas" de la novela de Goethe.
¿Cuáles fueron entonces las afinidades electivas que acercaron a hombres tan dispares entre sí? La primera de ellas, la más evidente, es que comparten una estética y una sensibilidad modernistas. El "sistema modernista" fue organizado por el propio Darío cuando estableció a sus "precursores" -Silva, Casal, Gutiérrez Nájera-, escogió a su "maestro" -Martí- y ungió a sus "continuadores": Nervo, Herrera y Reissig, Lugones. Éste, por su parte, con el padrinazgo de Darío, creó su propio linaje nacional -Sarmiento, Hernández-, al mismo tiempo que ungió a sus propios continuadores, comenzando por Quiroga.
Cuando Martínez Estrada escribió que la literatura había perdido, en el lapso del año que va de febrero de 1937 a febrero de 1938, "al más grande cuentista y al más grande poeta de toda el habla castellana", en cierto modo ponía a Quiroga y a Lugones en espejo con los que constituían a su juicio las dos mayores figuras de la literatura argentina del siglo XIX: "Hernández en la poesía, y Sarmiento en la prosa". En fuerte sintonía estética con Glusberg y con Franco, Martínez Estrada va a completar con sus ensayos el canon literario que Lugones había comenzado a diseñar, canon al que no tardan en añadir a Hudson. "Tanto como Martín Fierro y tal vez más que el Facundo , la obra argentina de Hudson es una especie de río Paraná de nuestra literatura criolla y de toda la hispanoamericana", le escribe Franco a Glusberg (carta XLIV).
Los tres "hermanos menores" escribieron ensayos, e incluso libros enteros, sobre Sarmiento y Hernández, sobre Hudson y Martí. Además, cada uno de los miembros de la hermandad fue un fiel lector de los demás. [...] Casi todos ellos escribieron abundantemente sobre la obra de los otros. Un ataque recibido por uno de los miembros movilizaba en su defensa a toda la fratría, como lo muestra el cálido respaldo que recibió Martínez Estrada en 1932 ante la embestida de Manuel Gálvez [...].
Esta fraternidad modernista, en franco contraste, precisamente, con la fracción hispanista y católica de los escritores liderados por Gálvez, acentuará ciertos rasgos propios del movimiento literario continental, como la voluntad de vinculación de la literatura local con la universal, así como de afirmación americanista y de distanciamiento de la tradición española. Los fratres estarán unidos por una sensibilidad hispanófoba, laicista, anticlerical e incluso anticristiana, particularmente encendida en Lugones y en Franco.
La comunidad comparte un mismo universo de lecturas y es así como, junto a las cartas, se pone en circulación, entre préstamos y obsequios, una verdadera biblioteca. En un comienzo, es el "padre" Lugones el que da a conocer las novedades modernistas y el que construye el linaje hacia el pasado. Pero el rol del propiciador será ocupado enseguida por el siempre inquieto Glusberg, que es el que en los años treinta sugiere las lecturas, el que obsequia a los hermanos con ciertos libros que van a tener especial gravitación en sus vidas. Es el que le envía La historia de San Michelle a Quiroga, la Desobediencia civil de Thoreau a Martínez Estrada, El Capital y El manifiesto comunista a Luis Franco. Es Glusberg quien descubre a Waldo Frank y logra su primera visita a la Argentina y quien -a instancias de Lugones- lee a Mariátegui y promueve su radicación en la capital porteña. Es, en fin, el que logra persuadir a un Martínez Estrada todavía desdeñoso de la gauchesca, de la relevancia literaria del Martín Fierro ...
Es, sin duda, una formación modernista tardía, cuya cristalización coincide, en la década de 1920, con la emergencia del movimiento vanguardista que viene a disputarle la hegemonía dentro del campo literario. Pero acaso una de las mayores ventajas de prestar atención a esta formación tardía es advertir que el proceso de modernización que acompaña la emergencia del modernismo desde fines del siglo XIX ha alcanzado en la segunda década del siglo XX signos más acusados. Ángel Rama ha puesto de relieve la intrínseca vinculación entre el movimiento modernista, con su énfasis en la autonomía del escritor y del hecho literario, y los procesos de modernización que tenían lugar entonces en las principales urbes latinoamericanas: la autonomía de la literatura respecto del rol asignado durante la configuración de los Estados modernos; una especialización literaria que prefiguraba la profesionalización del escritor; la formación de un público urbano culto y, por lo tanto, de un mercado para la literatura argentina; la adopción de modelos extranjeros al mismo tiempo que el distanciamiento cultural respecto de España; la democratización de las formas artísticas; la comunicación entre los escritores a través de la correspondencia y los viajes. Son todos factores que permiten configurar un sistema literario latinoamericano. Como veremos enseguida, estas Cartas de una hermandad , por medio de las cuales los escritores reflexionan sobre sus deseos de su profesionalización, diseñan sus políticas culturales y tejen sus redes intelectuales nacionales y continentales, son testimonios particularmente reveladores de estos procesos.
Pero hay otra afinidad, si se quiere más profunda, que une a la hermandad: un anticapitalismo romántico, un espíritu libertario, una sensibilidad antiburguesa. Todos y cada uno podrían haber suscripto el sentimiento que describe Nalé Roxlo en su borrador de memorias: "Baudelaire nos había enseñado el desprecio literario al burgués, al filisteo?". Esta sensibilidad puede adoptar las más diversas expresiones políticas: desde el anarco-individualismo naturalista de Quiroga hasta el anarco-trotskismo de Luis Franco, pasando por el anarco-liberalismo de Martínez Estrada o el trotskismo libertario de Glusberg. Sensibilidad que tampoco es ajena a Lugones, pues un mismo aliento antiburgués inflama tanto el socialismo anarquizante de su juventud como el aristocratismo nacionalista de su madurez.
Cada uno de ellos dejó en sus escritos, y sobre todo en su correspondencia, algunas pistas de la relativa conciencia que tuvieron de los "parentescos" contraídos, así como de las afinidades que los llevaron a constituir esta extraña "familia". Martínez Estrada da como al pasar una clave preciosa en ese sentido. En un testimonio de su relación con Lugones, rememoraba los encuentros en el Café La Helvética en estos términos:
Traté a los hermanos, pero no como de la familia; en cambio yo estaba -y estoy- convencido de que Horacio Quiroga era su hermano y Enrique Espinoza su hijo. Y en ese carácter creo que nos queríamos.
El autor de Radiografía de la pampa parece colocarse aquí por fuera de la "familia". Sin embargo, páginas después, confiesa que ante el Lugones cotidiano, íntimo, el de las conversaciones estimulantes en la biblioteca y el café -no el Lugones de los cenáculos y círculos oficiales-, a ése sí "lo sentía yo mi hermano mayor".
No es el único testimonio que revela los sentimientos de fraternidad espiritual entre estos hombres. Quiroga y Martínez Estrada se dieron trato de hermanos en su correspondencia: el primero llama al segundo "hermano menor" y éste a su vez le consagró un libro que tituló expresamente El hermano Quiroga . En la correspondencia dirigida por Martínez Estrada y por Luis Franco a Samuel Glusberg aparece reiteradamente un mismo tratamiento: el primero se dirige a "Mi querido hermano Glusberg" y el segundo lo saluda con su "abrazo fraternal".
Glusberg, por su parte, escribió un relato de título elocuente: "Don Horacio Quiroga, mi padre". En un registro humorístico, contaba que muchos amigos creían que ese hombre de perfil semítico enfundado en su barba negra con quien lo veían pasear era su padre. Emir Rodríguez Monegal observó que, más allá de la anécdota, en "la realidad profunda de una elección simbólica, Quiroga era realmente el padre".
Otros testimonios de aquellos años nos permiten inferir que esta imagen del Quiroga-padre y el Glusberg-hijo era compartida por sus contemporáneos. Conrado Nalé Roxlo, contertulio de Lugones, Quiroga, Glusberg y Franco en el Aue´s Keller, recordaba con humor nostálgico en su Borrador de memorias la peña que allí se reunía en torno al periodista y poeta español Luis Pardo, que firmó durante treinta años unas "Sinfonías" en verso en Caras y Caretas . Pardo era un poeta repentista que gustaba sorprender a sus contertulios con versos que improvisaba sin sacar los ojos de su chop de cerveza. El propio Glusberg recuerda que en una ocasión, cuando a falta de cerveza le ofreció un té, Pardo le espetó:
Uno que a Glusberg maldijo de esta manera le dijo: Me haces tomar esta droga. ¡Se conoce que eres hijo de Horacio Kipling Quiroga!
Y cuando Glusberg editó por su sello Babel Los desterrados de Quiroga, Pardo volvió sobre el estrecho vínculo que unía al autor y al editor:
Al mismo Dios del Sinaí su honesta barba hace honor. Tiene un rarísimo coatí, tiene un simbólico editor. ¿Es estilista? Quizás sí. ¿Tiene mal genio? Es un error. Él sólo piensa en su coatí, en su coatí y en su editor.
Acaso el más excéntrico a toda la "familia" fue Luis Franco, aunque tampoco fue ajeno a la peña del Aue´s Keller. Fue el más politizado de los "hermanos" y el que más distancia puso respecto de la ideología nacionalista del "padre", pero asimismo fue hasta el final de su vida el "hijo" literario de Lugones. Hermanado con Glusberg por afinidades literarias y políticas, fue también "hermano" de Quiroga y de Martínez Estrada en su desdén por la vida mundana y su culto de la vida agreste, las faenas rurales y el trabajo manual. Tras los suicidios sucesivos de Quiroga y de Lugones, la correspondencia prosiguió entre los "hermanos menores". Martínez Estrada y Luis Franco van a distanciarse pero también a reencontrarse repetidas veces, ahora a través del "hermano común", Samuel Glusberg, de modo tal que la fraternidad persiste.
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