El autor de Santa Evita publica Purgatorio (Alfaguara), una novela que aborda los años de la última dictadura militar argentina y sus consecuencias. En esta entrevista, el escritor habla de la experiencia personal desde la que gestó la obra, cuya protagonista se reencuentra con su marido desaparecido tal como era treinta años antes, cuando lo perdió.
Entre la realidad y la ficción. En ese territorio de límites imprecisos y sutiles correspondencias, Tomás Eloy Martínez ha desplegado una narrativa en la que los datos históricos y los juegos de la imaginación se encuentran como dos ríos que mezclan sus aguas y forman otro distinto, más caudaloso y profundo. Su nueva novela, Purgatorio (Alfaguara), explora esa zona ambigua desde la misma trama de la historia, que gira alrededor de Emilia Dupuy, una mujer de 60 años que durante tres décadas ha buscado sin descanso a su marido, desaparecido en los días de la última dictadura militar argentina, y que por fin lo encuentra en Nueva Jersey, donde ella vive, tal como era cuando lo perdió. Se trata, según el escritor, de su obra más literaria, en la que sale detrás de aquello que la violencia del régimen dejó trunco para devolverlo a la vida a través del relato y recuperar así, de algún modo, lo que ha sido irreversiblemente arrebatado.
El libro surgió de un vacío, cuenta Martínez durante el encuentro con adncultura en su departamento de la avenida Pueyrredón, frente a una biblioteca que tapiza de libros toda una pared. Y se alimentó del hueco que le dejó la imposibilidad de vivir en la Argentina cuando, en 1975, las amenazas de la Triple A de José López Rega lo empujaron a seguir el camino del exilio, después de haber sido jefe de redacción del mítico semanario Primera Plana, director de la revista Panorama y responsable del suplemento cultural del diario La Opinión. Nacido en Tucumán en 1934, ya había publicado la novela Sagrado y la investigación periodística La pasión según Trelew. Durante su exilio en Venezuela, publicó la colección de crónicas Lugar común la muerte; después vendrían libros que lo convirtieron en uno de los escritores latinoamericanos más destacados, como La novela de Perón y Santa Evita, texto en el que invierte el procedimiento de las novelas del género non fiction para tejer un relato al que el uso de elementos propios del periodismo (entrevistas, cartas, documentos) le confiere una gran verosimilitud. "Escribió periodismo con la misma soltura y brillo que se advierten en sus novelas, y trabajó las novelas con la paciencia de un investigador obsesivo para quien la realidad era sólo una de las ramas de la imaginación", afirmó Martínez –autor además de las novelas La mano del amo y El vuelo de la reina – acerca de Norman Mailer.
Las mismas palabras podrían aplicarse a su propia obra. A la par de su trabajo periodístico y literario, Martínez ha desarrollado una carrera académica que lo llevó a ser director del programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, donde ha sido nombrado escritor residente. Hoy, el autor de El cantor de tango reparte su tiempo entre esa ciudad y Buenos Aires. Así, a dos puntas, concibió y escribió esta novela que llegará a las librerías dentro de una semana y en la que aborda, por primera vez, los años de la dictadura.
"La idea de Purgatorio nació de la necesidad de dar forma a una melancolía que llevaba dentro desde hacía mucho.
–cuenta el escritor–. La melancolía de haber sido arrancado de mí mismo y haberme visto forzado a vivir una vida distinta de la que había imaginado. Ya que no pude vivir esa historia, me dije, por lo menos me la voy a contar, voy a tratar de reconstruirla con la imaginación. Fue una manera de cubrir esa ausencia impuesta por terceros a través de la narración y el relato. Además, como me ha sucedido con tantos otros de mis libros, esta historia vino a mí en un sueño."
–¿Cómo fue ese sueño?
–Una noche, mientras estaba escribiendo El cantor de tango, soñé con una mujer que perdía a su marido y que años después lo reencontraba tal cual. Tuve ese sueño en 2002 o 2003, no sé. Yo estaba viviendo en Buenos Aires y de pronto sentí el peso del tiempo que no había podido vivir aquí, la ausencia, la privación, los huecos de la existencia que no se me permitió tener. Y, como te dije, una noche soñé con la imagen de esta mujer. Anoté el sueño, como siempre hago. Ésa es una de las grandes diferencias en la actitud que se asume ante la literatura y ante el periodismo.
En el periodismo, cuando el oficio es asumido como mera rutina, uno trata de desconectarse al final del día de trabajo, pero en la literatura se vive todo el tiempo en función de la historia, obsesionado y llevado como por un viento que te levanta y no te deja en paz. Después de ese sueño estuve dándole vueltas al asunto, porque para mí era un enigma. Y como al principio se me presentó como un enigma, me dije que también debía mantener el enigma para el lector.
–¿Cómo construiste el personaje de Emilia?
–Lo primero que me pregunté fue cuál era el oficio, la profesión de esta mujer. ¿Qué hacían ella y el marido? Descubrí que eran cartógrafos, y allí encontré la forma en que se pierden el uno al otro. En la novela los mapas son también una manera de crear la realidad, el recurso de que se vale Emilia para construir un lugar en el que siente que hay vestigios, algo de lo que perdió.
La profesión de cartógrafa derivó de la necesidad de crear una realidad alternativa, que es en definitiva la que proporcionan los mapas. Mi biblioteca está llena de mapas. Tengo mapas de El Cairo, de Caracas, de Berlín, de todas partes. Y en el derrotero de lo que vamos a llamar, entre comillas, "mi exilio" (aunque en verdad fue un exilio que se prolongó más o menos en los mismos lugares por los que anda esta mujer en busca de su marido, con excepción de México), mi guía ante la ignorancia abismal de las realidades que tenía delante de mí eran los mapas. Los mapas eran el asidero que me permitía reconocer la realidad y, al mismo tiempo, reconocerme. –Tu exilio se inicia en Caracas... –Sí, llegué allí por recomendación de Carlos Fuentes y de Gabriel García Márquez. Salí de la Argentina huyendo de López Rega, con la protección de la embajada de México. Fuentes me recibió en la embajada mexicana en París, donde un buen día llegó García Márquez. Entre los tres empezamos a discutir a dónde podría ir. Acepté la sugerencia de García Márquez y partí hacia Caracas con una carta de recomendación para el escritor Miguel Otero Silva. Ambos lo llamaron para que me diera trabajo. "Que venga cuanto antes, que aquí tiene trabajo", contestó. Y ahí fui, pero lo del trabajo resultó un calvario, porque cuando llegué Otero Silva se había ido al castillo que tenía en Arezzo a escribir una novela. Y ahí estaba yo, en banda y sin plata. –Es interesante que Emilia viva su dolor y su lucha personal, que tienen origen en la vida política de un país y en los crímenes de una dictadura, desprovista de una visión política… –Bueno, eso es deliberado. Su rebelión, más que social contra un régimen, es individual. En los tramos finales de la novela, cuando ve al padre en el programa solidario por Malvinas, ella está en la calle, manifestando con el pañuelo blanco de las Madres. Ése es el gesto máximo de rebelión contra su padre, que representa el símbolo de la complicidad civil con el régimen. El doctor Dupuy es una figura que no existió. Se trata de una creación literaria que manifiesta el pensamiento de la dictadura, no a través del discurso imprecatorio sino desde la puesta en marcha de ese pensamiento. Yo no sé si Emilia se emancipa del todo del padre, pero el encuentro con la felicidad la salva. A mí me atraía la idea de que la novela tuviera un final feliz, aunque al principio no veía la manera de que el final fuera feliz.
–Ella de algún modo cartografía su propia realidad, traza su mapa. ¿Hay allí una suerte de redención?
–Yo lo veía como un acto de liberación, de felicidad y también como el acto de libertad que está implícito en la escritura de toda novela. Cuando una novela trasciende los límites del género y busca más allá, trata de descifrar hacia dónde puede abrirse. Una noche tuve otro sueño emblemático, que está en el libro, en el que un perro lleva dentro de sí todo aquello que no se pudo escribir, lo que no se pudo narrar, la canción que Lennon tenía en la cabeza cuando le pegaron el balazo de la muerte en el edificio Dakota, la idea de lo que se quedó sin existir, aquello que nos han quitado. Y ésa, creo, es una de las misiones mayores del novelista: contar los mundos que pudieron ser y de los cuales hemos sido privados. Es decir, escribir el mapa de lo que no hemos visto.
–La estructura del libro es muy sólida, con un pasado atroz que regresa sin que el progreso de la acción en el presente de la historia quede relegado. ¿Te costó encontrarla?
–Sin una arquitectura adecuada las novelas no avanzan, no funcionan. En este caso el tema encontró su estructura. Yo pensaba: de algún modo hay que desplegar aquello que el personaje no vivió. Y lo que yo no viví. Ésa era la idea madre. Pero la estructura en verdad se fue creando a sí misma. En general, escribir, si no me produce felicidad y plenitud, es un trabajo en el que no me reconozco. Cuando la escritura de ficciones me cuesta esfuerzo, empiezo a desconfiar.
–¿Y qué te pasó con esta novela?
–Sentí felicidad todo el tiempo. Todo el tiempo. La novela avanzaba sola, era llevada por su propia fuerza y yo quería saber cómo seguía. Había una conexión muy profunda con algo que quería escribir desde hacía tiempo y que llevaba dentro de mí. Eso de pronto se soltó, y el personaje me arrastraba hacia adelante.
–En tu caso, lo no vivido fue la vida que habrías tenido de haberte podido quedar en la Argentina. ¿Qué perdiste al verte obligado a dejar el país?
–Bueno, algo que no está en la novela. En el orden personal, perdí algo muy valioso: no pude acompañar el crecimiento de mis hijos. Y perdí la evolución profesional. En cualquier caso, perdí aquello que era, y tuve que ser otra cosa. Si esa otra cosa que he sido y soy se parecía a lo que yo hubiera sido aquí, no lo sé. De algún modo, esta novela intenta descifrar esto. Para algunos el exilio resulta una forma de privilegio, pero yo no lo creo así. Es un corte repentino y forzado en tu historia personal. Es como si te cayera un rayo o una enfermedad de golpe, del día a la noche. Te fuerzan a dejar todo lo que sos, todo lo que tenés, todo lo que pensabas ser, y te obligan a ir hacia otro lado. ¿Cómo recuperar la relación con tus hijos y restablecer ese cordón umbilical que se corta? Si además estás en una situación de necesidad extrema, es aún más difícil. Tenés que pasarles dinero para que sobrevivan, pagarte viajes para verlos y arreglar dónde verlos. Son privaciones y dilemas muy severos en la vida de un hombre. No tan severos ni insolubles como la muerte, pero sí muy dolorosos. –Y encarnaste ese sentimiento en Emilia, en una operación literaria… –Emilia, de algún modo, es Antígona. Aquella Antígona que da vueltas tratando de enterrar a su hermano Polinices sin lograr enterrarlo nunca. Si no ves el cuerpo muerto, no creés plenamente en esa muerte, aunque los años pasen y pasen.
–Has contado recién las pérdidas del exilio. ¿Has ganado algo a cambio?
–Una sola cosa, diría, he ganado: no tenerle miedo al mundo. Y confiar en mis propias fuerzas. Sentir que mis flaquezas pueden ser también fortalezas. Incluso cuando golpeaba puertas para buscar un trabajo que no había. Recuerdo sobre esto una historia que con los años resulta cómica. Cuando Otero Silva no llegaba de su castillo de Arezzo, les pregunté a las dos o tres personas que conocía en Caracas a qué puertas podía llamar para conseguir trabajo. Uno de ellos era Juan Liscano, un buen poeta que había leído algunos de mis artículos en Primera Plana. Liscano me recomendó al editor general de la Cadena Capriles. "El único puesto que tengo para usted es de jefe de redacción de una revista que se llama Elite. Le ofrezco equis dinero", me dijo aquel editor. Le respondí que agradecía su generosidad, pero que la suma no me alcanzaba para sobrevivir dignamente, porque tenía hijos en la Argentina a los que debía mantener. "¿Cuánto necesita?", me preguntó. Le pedí algo así como un 40 por ciento más. "Eso es lo que gana el director de la revista, no puedo pagarle tanto", me dijo. Finalmente accedió, con la condición de que empezara en mis funciones al día siguiente. Ese mediodía yo estaba invitado a almorzar con varios escritores a un lugar donde corría el alcohol en cantidades siderales. A las dos de la tarde todo el mundo estaba borracho. "¿Pero cómo vas a trabajar en ese lugar?", se alarmaron aquellos amigos, reprochándome que formara parte de una cadena de revistas con fama de sensacionalista. "Necesito el dinero. Necesito sobrevivir. Y en el orden político, no defiende los regímenes autoritarios, defiende la democracia", respondí. Uno de ellos me preguntó si podía dar cursos en las universidades. Yo había sido profesor en La Plata y tracé el plan de dos o tres cursos: sobre las vanguardias, sobre los nuevos rumbos de la la literatura fantástica, sobre la idea de la alegoría en Walter Benjamin. Entonces unos y otros llamaron a sus amigos en universidades del interior, y acordaron que yo enseñaría durante dos meses por mucho más dinero del que iba a recibir en la revista Elite. Me presentaron a una persona que me pondría en contacto con las universidades, a la que debía llamar al día siguiente para concertar los detalles. Eso hice: llamé por teléfono a esa persona y le pregunté cuándo debía salir hacia Mérida y Valencia, y cómo se llamaban los decanos que me iban a recibir. Para mi sorpresa, advertí que este hombre no tenía la menor idea del acuerdo. Llamé a las personas que me habían puesto en aquel aprieto, y les sucedía lo mismo. Nadie recordaba nada. ¿Cómo era posible? A todo esto, yo había ido a ver al editor que me había ofrecido un sueldo tan bueno para decirle que no podía aceptar el puesto porque las universidades tales y cuales me habían ofrecido trabajo. "Está muy bien, yo respeto su decisión, pero cuando usted salga por esa puerta, no quiero que vuelva a entrar nunca más", me despidió.
–Una sola cosa, diría, he ganado: no tenerle miedo al mundo. Y confiar en mis propias fuerzas. Sentir que mis flaquezas pueden ser también fortalezas. Incluso cuando golpeaba puertas para buscar un trabajo que no había. Recuerdo sobre esto una historia que con los años resulta cómica. Cuando Otero Silva no llegaba de su castillo de Arezzo, les pregunté a las dos o tres personas que conocía en Caracas a qué puertas podía llamar para conseguir trabajo. Uno de ellos era Juan Liscano, un buen poeta que había leído algunos de mis artículos en Primera Plana. Liscano me recomendó al editor general de la Cadena Capriles. "El único puesto que tengo para usted es de jefe de redacción de una revista que se llama Elite. Le ofrezco equis dinero", me dijo aquel editor. Le respondí que agradecía su generosidad, pero que la suma no me alcanzaba para sobrevivir dignamente, porque tenía hijos en la Argentina a los que debía mantener. "¿Cuánto necesita?", me preguntó. Le pedí algo así como un 40 por ciento más. "Eso es lo que gana el director de la revista, no puedo pagarle tanto", me dijo. Finalmente accedió, con la condición de que empezara en mis funciones al día siguiente. Ese mediodía yo estaba invitado a almorzar con varios escritores a un lugar donde corría el alcohol en cantidades siderales. A las dos de la tarde todo el mundo estaba borracho. "¿Pero cómo vas a trabajar en ese lugar?", se alarmaron aquellos amigos, reprochándome que formara parte de una cadena de revistas con fama de sensacionalista. "Necesito el dinero. Necesito sobrevivir. Y en el orden político, no defiende los regímenes autoritarios, defiende la democracia", respondí. Uno de ellos me preguntó si podía dar cursos en las universidades. Yo había sido profesor en La Plata y tracé el plan de dos o tres cursos: sobre las vanguardias, sobre los nuevos rumbos de la la literatura fantástica, sobre la idea de la alegoría en Walter Benjamin. Entonces unos y otros llamaron a sus amigos en universidades del interior, y acordaron que yo enseñaría durante dos meses por mucho más dinero del que iba a recibir en la revista Elite. Me presentaron a una persona que me pondría en contacto con las universidades, a la que debía llamar al día siguiente para concertar los detalles. Eso hice: llamé por teléfono a esa persona y le pregunté cuándo debía salir hacia Mérida y Valencia, y cómo se llamaban los decanos que me iban a recibir. Para mi sorpresa, advertí que este hombre no tenía la menor idea del acuerdo. Llamé a las personas que me habían puesto en aquel aprieto, y les sucedía lo mismo. Nadie recordaba nada. ¿Cómo era posible? A todo esto, yo había ido a ver al editor que me había ofrecido un sueldo tan bueno para decirle que no podía aceptar el puesto porque las universidades tales y cuales me habían ofrecido trabajo. "Está muy bien, yo respeto su decisión, pero cuando usted salga por esa puerta, no quiero que vuelva a entrar nunca más", me despidió.
–Te quedaste sin una cosa y sin la otra.
–Primero, no había clases en esa época del año. Fijate lo incauto que puede ser un tipo que no tiene mapas ni brújulas para orientarse en una cultura desconocida. Y segundo, todos estaban borrachos, tanto los que estaban pidiendo trabajo para mí como los decanos que aceptaban dármelo. Nadie recordaba nada. Conté más tarde la historia en un diario de Caracas, precisamente el diario de Otero Silva. El título que le puse era "Luces de la ciudad", en alusión a la película de Chaplin. Todos se rieron mucho. Nadie me compadeció. Desesperado, conseguí trabajo en un periódico opositor donde me pagaban salteado. El personal debía salir corriendo al banco para cobrar las quincenas porque los depósitos eran insuficientes y no alcanzaban a cubrir todos los sueldos. El diario se llamaba Al Cierre. Un nombre profético, pues cerró muy poco después.
–Escribiste esta novela desde una pulsión muy personal. ¿Has imaginado cómo puede ser leída y recibida, tratándose de un tema cuyas heridas parecen no haber cicatrizado?
–Francamente, ya no me preocupa cómo se me lee. Después de haber sido bien y mal leído, y haber descubierto que tus intenciones no fueron muchas veces claras para la gente, empieza a bastarte con que el libro te proporcione una cierta plenitud. No creo en la literatura excluyente o narcisista del que escribe para sí mismo, pero en este caso me interesaba cubrir un hueco. También en La novela de Perón hay una pulsión personal, aunque de signo diferente: Perón cambió la vida de los argentinos durante 40 o 50 años y aún ahora sigue haciéndolo a través de sus herederos. En un momento dado me dije: tengo que contar quién era en verdad este hombre, mi país tiene que saber quién era. Entonces reuní todo el material y la información que conocía de primera mano y eso me dio impulso para escribir.
–¿Tus libros parten siempre de pulsiones que tienen que ver con tu biografía?
–No todos, aunque la biografía se entromete, porque no podés escribir sino con tu sangre, con tus huesos, con tu memoria. Estamos hechos de memoria.
–No todos, aunque la biografía se entromete, porque no podés escribir sino con tu sangre, con tus huesos, con tu memoria. Estamos hechos de memoria.
¿Cuál es la identidad de una persona?
Los recuerdos, creo. Lo que nos hace distintos es que mis recuerdos no son iguales a los tuyos. Y este hecho introduce, quieras o no, elementos de la propia biografía dentro de las historias que uno escribe.
–¿Ayuda Purgatorio a saldar de algún modo aquello que no pudiste vivir?
–Nunca cubrís esa ausencia. No hay manera de saber cómo hubiera vivido yo en ese momento, de haber estado aquí, o qué habría sido de mí. Muchas veces pensé: ¿habría perdido conciencia yo también? ¿Quizá no habría visto parte de lo que ocurría entonces? Hasta qué punto hubiera sido… no un cómplice, porque hay una especie de fuerza moral interior que viene de toda tu vida que te impide caer en esa trampa, pero el riesgo está ahí. No sé, ciertas cosas peores que el exilio podrían haberme sucedido, como verme sometido a la más extrema miseria mientras tenía que sostener una familia. Hay gente que eligió caminos de una enorme dignidad. Y en otras profesiones. Rogelio García Lupo, por ejemplo, en esos años trabajó en una empresa de construcción.
–¿Los familiares de desaparecidos siguen esperando? ¿Qué es lo que esperan, en ese caso?
–Como en la tragedia griega: si no ves el cuerpo, no te resignás a la pérdida, no te resignás a la muerte. En las batallas, los griegos respetaban la sepultura de los muertos. Se daban una tregua para que los ejércitos pudieran enterrar o quemar los cuerpos. Eso, que está en la Ilíada, permite el duelo de los que quedan. Aquí este principio no se respetó en nombre de una guerra que no existía, pues se estaba persiguiendo un ejército que tampoco existía. Pero la pérdida es algo irreversible. Como decíamos antes, aquello de lo que nos privaron, desde los años que no pudimos vivir, los amores que no pudimos tener, hasta las conversaciones de las que no pudimos disfrutar, todo eso es un desgarramiento definitivo, como el desmembramiento de un pie o de un brazo. No regresa, por mucha invocación que haya. El daño que se le infligió a este país es un daño absoluto, porque incluso aquellos que se salvaron en muchos casos sufrieron un daño moral muy grande. –El título de la novela, Purgatorio, vale tanto para los desaparecidos como para los que quedan. -Claro, el Purgatorio es la espera, y Emilia, la que queda, también está en un purgatorio continuo, en continua situación de espera. Y eso también vale de algún modo para la novela, que navega muy lentamente entre la realidad y la irrealidad. –Ahora se han reabierto los juicios a los militares que han participado de la represión. Pero pareciera que, en lugar de justicia, alrededor de un tema tan sensible ha habido, de parte de los últimos gobiernos, una manipulación por intereses políticos… –Son dos temas distintos. La necesidad de los juicios responde a que se cometieron delitos de lesa humanidad que no tuvieron condena. Los resultados del Juicio a las Juntas, cuya importancia conviene recordar, fueron borrados por el decreto de indulto; además, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida limitaron el derecho a la justicia. La manipulación que se pueda hacer con esto (que se disimulen así errores políticos, falsías, falta de proyectos, frustraciones de las posibilidades del país) es harina de otro costal. Coincido en que hay que oponerse al uso de algo tan doloroso para la vida colectiva argentina como son los horrores de la dictadura militar, pero me importa que se intente hacer justicia, aunque llegue treinta años tarde. –Ha vuelto a ventilarse el caso Rucci. Y con él aparece otro lastre antiguo, que es la puja entre dos sectores del peronismo, aunque ahora desprovista de ideología. –Me parece que ahí hay otra manipulación. Si de una vez por todas se pone en claro que los crímenes de lesa humanidad son los crímenes cometidos por el Estado con el poder del Estado, vemos que el caso Rucci no entra dentro de esa categoría. En fin, me parece bien que se esclarezcan todas las verdades que se puedan, pero no en nombre de artificios jurídicos que no son válidos. Es importante que se establezca de una buena vez, y la Corte Suprema es la única que puede hacerlo, que los delitos de lesa humanidad son aquellos cometidos por el Estado con el dinero de los contribuyentes.
–Hay mucha música en Purgatorio. Se menciona a Almendra, a los Beatles, a Keith Jarrett. ¿Qué relación tenés con la música?
–La música me importa mucho. En todas mis novelas está la música. Es como si yo la oyera de fondo mientras escribo. Eso no sucede en la realidad, pero es como si las palabras estuvieran acunadas por una música. En el caso concreto de Almendra, yo fui a ese recital de 1973 en el que Emilia y Simón, su marido, se conocen. Me dije cuando escribía: ¿qué cosas viví aquí en mi país y quiero recuperar con mi memoria? Aquéllos eran los tiempos de "Muchacha ojos de papel". La música te transporta a la época como ninguna otra cosa. –Es lindo lo que se dice en la novela de The Köln Concert, de Jarrett: que es una música "fugitiva" –Me hizo muy feliz cuando descubrí que era una música única, que se produce una sola vez. La grabación rescata ese recital en vivo que ocurre como nunca más va a volver a suceder. Entonces, no es el concierto en sí mismo sino también las toses, los suspiros, el roce de los cuerpos, todo lo que la vida humana aporta e integra a la música. Esto sucede también en la ópera. Yo iba dos o tres veces por semana a la Ópera de Nueva York, donde era abonado. Las toses, los suspiros, los que se levantan y se van, todo eso forma parte de la atmósfera del espectáculo.
–La música me importa mucho. En todas mis novelas está la música. Es como si yo la oyera de fondo mientras escribo. Eso no sucede en la realidad, pero es como si las palabras estuvieran acunadas por una música. En el caso concreto de Almendra, yo fui a ese recital de 1973 en el que Emilia y Simón, su marido, se conocen. Me dije cuando escribía: ¿qué cosas viví aquí en mi país y quiero recuperar con mi memoria? Aquéllos eran los tiempos de "Muchacha ojos de papel". La música te transporta a la época como ninguna otra cosa. –Es lindo lo que se dice en la novela de The Köln Concert, de Jarrett: que es una música "fugitiva" –Me hizo muy feliz cuando descubrí que era una música única, que se produce una sola vez. La grabación rescata ese recital en vivo que ocurre como nunca más va a volver a suceder. Entonces, no es el concierto en sí mismo sino también las toses, los suspiros, el roce de los cuerpos, todo lo que la vida humana aporta e integra a la música. Esto sucede también en la ópera. Yo iba dos o tres veces por semana a la Ópera de Nueva York, donde era abonado. Las toses, los suspiros, los que se levantan y se van, todo eso forma parte de la atmósfera del espectáculo.
–¿Y por qué Jarrett?
–Porque es también muy central en esa época. The Köln Concert es un disco del 1975, y Emilia y Simón lo escuchaban entonces. Después, cuando vuelven a estar juntos escuchan The Melody at Night, with You , una obra lindísima. Les queda Jarrett.
–¿Hay correspondencias entre la música y la escritura?
–Muchas. La escritura aspira a ser música. La música es el cielo o el paraíso de la escritura, que es lo terrenal. Es como su gran amor, aquello que la escritura quiere ser, forma pura que se narra a sí misma. La música se convierte en narración y la narración se convierte en música. En la novela también quise incluir las sinfonías que Mozart no pudo escribir. Murió a los 35, casi 36 años, imaginemos todo lo que llevaba en su ser y pudo haber sido música. Pero de las músicas que aparecen en el libro, la Misa en Do menor de Mozart es mi obra favorita. Tengo una versión con Kiri Te Kanawa que me parece formidable. –William Styron contó que Un réquiem alemán de Brahms lo rescató de una depresión feroz. –Sí, la música es curativa.
–¿Tenés algún método cuando estás enfrascado en la escritura de una novela? –Soy muy desordenado para escribir, pero trato de mantener cierta disciplina. Me rodeo de calendarios, de almanaques, de relojes, y me fijo todos los días una meta, para alcanzar unas cuantas páginas por semana. Tengo un pizarrón donde voy anotando los avances y eso me da aliento para seguir adelante. Todavía conservo el pizarrón de Purgatorio. La disciplina es fundamental, esencial. Y, claro, es mucho más gratificante la disciplina que te imponés a vos mismo que la impuesta por el rigor del trabajo.
–¿Escribías todos los días? –Sí, y me levantaba con gran felicidad para escribir. La escritura no es sólo el acto de transformar la imaginación en lenguaje, sino el descubrimiento de que ese lenguaje desencadena una realidad inesperada y nueva que te rehace, que te permite ser otro, muchos otros. Los días son mucho más ricos si el libro no se te baja de la cabeza, si te impregna de vida todo el tiempo.
–¿Hiciste investigación para esta novela? –En todos mis libros hay trabajo de investigación y en Purgatorio también. Cuando escribís sobre la Argentina, el precio de las cosas y las mudanzas del dólar resultan una pesadilla. La realidad se mueve aquí a un ritmo tan vertiginoso que es difícil asir las cosas. Sobre todo esto tengo una montaña de documentos. Me compraba cuanta revista Gente o Somos podía, para recrear la época, con su patetismo y ridiculez, y para leer las barbaridades que se escribían por entonces. Creo que no se puede imaginar por completo la realidad, y no conozco autor que lo haga. Los lectores tienen una memoria implacable y no perdonan la menor ligereza en los datos. Hasta Cien años de soledad, que teje puras imaginaciones, es un libro con un trabajo de investigación muy riguroso. García Márquez atravesaba Ciudad de México en busca de cierto ejemplar de la Enciclopedia Británica que necesitaba para un dato. El rigor es importante en una novela. Para Purgatorio empecé a preguntar qué se veía por la televisión en esos años, porque la atmósfera está dada por los signos que te caen como una lluvia y te modifican el ser.
–¿Por qué decidiste incluir en la novela un personaje que responde a tus señas de identidad? –Por necesidad. En un momento dado me dije: si voy a escribir la historia de este personaje, es injusto que no me conozca. Y mezclé la irrealidad novelesca con la realidad. Me dije: tengo que ir a conocer a Emilia. Además, la acción transcurre en el barrio donde viví cuando llegué a Estados Unidos. Ahí puse la casa de Emilia, que existe: es la casa donde escribí Santa Evita . De hecho, el cuarto donde ella hace gimnasia con la bicicleta fija es el ínfimo estudio donde escribí ese libro.
–¿Dirías que Purgatorio es tu obra más literaria? –Sin duda. No literaria en el sentido de más cuidadosamente escrita, sino en sentido de que hay creación de personajes y hay la invención de un mundo. A partir del mundo real, se crea un mundo que no existe.
–Bueno, en este caso tenías entre manos una historia que no había podido ser, y no te quedaba más remedio que crearla.
–Claro. Está todo creado, todo imaginado, salvo los desdichados hechos históricos que sirven de escenario.
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