En la actualidad ya nadie quiere vivir encasillado en la necesidad de representar una colectividad, la suya probablemente. Hay una multiplicidad de grupos evocados. Me dirijo especialmente a la literatura, la ciencia, la cultura, la tecnología; todos de alguna manera somos fanáticos de la cultura norteamericana desde los años 80, y cuando digo todos, incluyo: adolescentes curiosos, exiliados políticos, turistas que regresan a su lugar de origen, latinos en las universidades norteamericanas, etc. Todos ellos están presentados mediante un habla articulada en un inglés hispanizado que nos deja entrever Latinoamérica.
Nos sentimos obligados a aprender inglés, practicar el contagio de sonidos, expeditiva en nuestra voluntad de comunicación y... celebrar el hallazgo de la palabra adecuada soslayando su origen lingüístico. El spanglish es una versión de este fenómeno. Hay quienes lo reconocen como una lengua que ya tiene su diccionario y otros que observan, con reticencia, que es solo hablado por un grupo cuya inevitable integración en la sociedad estadounidense relegará el spanglish al rincón de las curiosidades históricas.
La realidad cotidiana en Estados Unidos ofrece un abanico idiomático cuya presencia pone entre paréntesis cualquier decisión política sobre edificación de barreras para impedir la inmigración y las supuestas protecciones culturales que proclaman lengua oficial al inglés. Por ejemplo: para los escritores hispanos que escriben en inglés en Estados Unidos, es difícil no sucumbir a la tentación de autorrepresentarse, cultivar exageradas idiosincrasias nacionales y elaborar un mito de identidad étnica que los propone en una clave a la vez exótica y emblemática de un cambio cultural que afecta la definición del país en el cual viven.
La diferencia entre el lugar en el que se vive y el lugar de donde se proviene propone un hueco frecuentemente tramposo por lo nostálgico, que se llena con imágenes musicales, culinarias, sexuales. Ante la hibridez de un idioma que surge de la mezcla, la alternativa es pintar hiperbólicamente a los personajes, sus amores y desengaños. De ese modo, en la localización de lo que se cuenta, los lectores norteamericanos reconocen a su propio país pero también se ilusionan con la idea de que en Cuba o en Puerto Rico la vida, al menos en las novelas llamadas latinas , se experimenta de un modo más intenso.
Y son las palabras importadas del español las que traen consigo una atmósfera por la cual el inglés gana algo que ya tiene en su nueva composición demográfica. La curiosidad con que se lee a los nuevos autores enmascara a menudo el deseo de que sean diferentes, estereotipables, vehículos para emprender un turismo interno que los mantenga separados. La autoexotización para el consumo contribuye a crear esta percepción y cierto público lector se relaciona con las obras con el mismo apetito con que prueba platos regionales. Esta banalización de lo extranjero no es nueva pero es particularmente errónea en Estados Unidos porque el idioma nacional y la tradición literaria se encuentran en una transición cuyas características van mucho más allá de la cuestiones: inmigratoria, productivas e intelectuales.
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